En el momento político que vivimos, hablar de contradicción es algo tan vulgar como la música del telediario. El surrealismo político de Pedro Sánchez ha llegado al paroxismo hasta el punto de que a la mayoría de los españoles nos la trae doblada tanto si el presidente del gobierno dice una o veinte gilipolleces en un día. Se puede decir que sus intervenciones han llegado a adquirir el valor de los eruptos, que en vez de venir del cerebro lo hacen desde el estómago. La inflación de tonterías a que nos somete este señor hace que los contenidos de estas se aparten cada vez más del mundo de las ideas y lleguen a ser un mero sonido corporal. Siempre es de agradecer, no obstante, que esas ventosidades vengan del estómago en vez del intestino grueso o incluso del recto, aunque al paso que llevamos, todo podría ser, como diría don Quijote.
La última ocurrencia de Pedro Sánchez merece no obstante un breve comentario, porque nos acerca peligrosamente desde la parte de delante (el estómago) a la parte de atrás a la que nos resistíamos acceder.
Me refiero a la figura del relator. En principio la palabra parece tener un tufillo a derecho canónico o a tribunales de justicia. En el sentido más genérico, parece que es el ponente de una sentencia. Todavía más genéricamente, el relator es el que relata, el que compone un relato.
Los escritores sabemos bien que una cosa es la descripción y otra el relato, y que este último encierra en sí mismo el factor tiempo, mientras que la descripción es más estática. También sabemos que no es lo mismo una novela corta que un relato o un cuento pues el relato es de una extensión intermedia y con menos componente fantasiosa que el cuento.
Al parecer, el diálogo político actual es tan de sordos que los políticos han terminado diciendo: "por favor, que me traigan un relator", eso sí, pagado por el Estado, o sea, por todos nosotros. Con esto, se abren unas maravillosas perspectivas profesionales y de empleo para una legión de cuentistas que son los profesionales más próximos a los relatores, pues lo único que tienen que hacer es convertir el cuento en relato, lo cual, en este escenario político surrealista, no tiene la más mínima dificultad.
Yo, la verdad, querría ser relator, porque me parece que pagan bien y porque no creo que sea muy difícil sumarme a las gilipolleces de mis interlocutores. Basta con seguirles la corriente. Además, relate lo que relate, da igual, el caso es relatar. Y cobrar.
"Por favor, tráiganme un relator, que tengo dificultades de expresión oral. Quiero decir, que no se lo que me digo porque cuando hablo, solo me oigo decir bla, bla, bla, pero ni mi pensamiento fluye por ninguna parte, ni mis músculos faciales responden a ningún tipo de estímulo. Tráiganme un relator, por favor, un coordinador muscular-facial, un cuentista, un traductor de eruptos, un porculeador, alguien que me comprenda, o mejor todavía, que me ame y que ame lo que yo amo, esto es, la poltrona; alguien especialista en entretener al pueblo mientras yo oigo hablar al viento (como Zapatero), aunque sea el viento de mis propias ventosidades delanteras o traseras".
Cuando unos políticos necesitan relatores que relaten lo que ellos dicen, es evidente que hemos llegado a unos niveles de inutilidad y de estupidez absolutamente impensables hace años.
Creo que le voy a decir a mi mujer que eche una instancia de relatora pues tiene un buen curriculum en ese aspecto, ya que nuestro nieto Nico, de cuatro años, cada vez que nos ve, le pide insistentemente que le cante la canción del pollito frito, y mi mujer procede a ello con gran profesionalidad. Hay que hacer notar que tal canción no existe, ni en cuanto a la música ni en cuanto a la letra, de modo que cada vez que es requerida por Nico, mi mujer se la inventa al completo, pero con tanto éxito que invariablemente Nico se queda dormido en sus brazos.
Pienso que si Pedro Sánchez y Quim Torra le contratasen de relatora a mi mujer, aparte de que llegaríamos a fin de mes, se conseguiría el efecto de que estos dos señores quedaran profundamente dormidos (y por tanto, callados), los dos juntitos, acurrucados, eso sí, cada cual en su sillón, y con ello habría dos problemas menos en el país, al menos mientras durase el sueño. Da igual que ronquen. Siempre es mejor soportar unos buenos ronquidos que unos cuescos, ya sean inodoros o malolientes, ya sean verbales o anales, que para anales ya tenemos los de Cicerón, que no era mal relator, por cierto.