Quisiera empezar este Jubileo de la Misericordia, convocado por el Papa y que empieza ahora, con una aportación de hechos reales de la que soy coprotagonista y con final feliz, esto es, un final lleno de misericordia.
La presente historia se remonta a septiembre de 1971, fecha en que conocí a Alfonso pues fuimos a parar a la misma clase de COU en el Centro de Estudios Universitarios (CEU) de Madrid. Entonces teníamos 16 años, muchas ganas de pasarlo bien y grandes ilusiones de todo tipo. Hicimos mucha amistad aquel año. Al curso siguiente empezamos la universidad: Alfonso empezó Químicas y yo Arquitectura. En ese curso yo conocí el Opus Dei y empecé a ir a los medios de formación de la labor para gente joven. Como cada cual estaba en su respectiva carrera, distante físicamente, aquel año nos vimos con poca frecuencia, unas dos o tres veces.
A poco de empezar el curso siguiente, en octubre de 1973, mis amigos del Opus Dei me invitaron a hacer un curso de retiro espiritual y acepté .Al llegar a la estación de ferrocarril de Nuevos Ministerios me llevé una sorpresa pues ahí estaba Alfonso, que curiosamente iba también al mismo curso de retiro, que tendría lugar en un antiguo chalet de la estación de Los Molinos, cerca de Guadarrama. Resulta que su padre, que de joven había hecho asimismo un curso de retiro con San Josemaría Escrivá, había conseguido convencerle, por no sé qué motivo, para que hiciera un curso de retiro con el Opus Dei. Y ahí estaba Alfonso cumpliendo lo prometido a su padre, aunque no con excesivo entusiasmo.
Durante esos días, yo, que ya tenía inquietud apostólica, estuve hablando con Alfonso largo rato y me di cuenta de que estaba espiritualmente bastante abandonado. Le hablé de conversión y le sugerí que se confesara, sin éxito. Quedamos en vernos más adelante.
Dos meses después me hice del Opus Dei, y al proponerme interiormente poner más empeño en ayudar espiritualmente a mis amigos, me marqué personalmente la meta de que Alfonso se confesara. Nos vimos varias veces y hablamos de esto. Recuerdo que una vez a principios de 1974 estuvimos cuatro horas seguidas hablando sobre la posibilidad de que se confesara, pero no se confesó. Ahora que recuerdo aquella conversación, más que pensar en mi perseverancia, me admiro de la paciencia de Alfonso al soportar a un tipo tan pesado como yo sin mandarme a paseo.
Como teníamos la afición a la montaña nos fuimos viendo en excursiones los años sucesivos, en los que no perdí ocasión de volverle a plantear reiteradas veces que se confesara, a pesar de lo cual, siempre lo rehusó.
Terminé la carrera, me fui al servicio militar a Granada y León, y después me trasladé a Almería. Alfonso siguió en Madrid. Perdí el contacto con él y también con su padre, que desde Madrid me llamaba de vez en cuando por teléfono, a espaldas de Alfonso, para pedirme que no dejase de ayudar espiritualmente a su hijo, aunque no viviera en la misma ciudad que él. Siguiendo estas peticiones de su padre, desde Almería empecé a escribirle todos los años una felicitación por Navidad. Sin embargo, no sé por qué, a partir de un momento dado dejé de escribirle, quizá porque no me contestaba. Lo cierto es que desde un momento dado dejamos de tener contacto.
Por esos años Alfonso cayó en el vicio del juego y de la bebida. Además, se le declaró una esquizofrenia. Ello le hizo llevar una vida muy desestructurada. De todo esto, me enteraría años después.
Pasaron los años. Alfonso seguía en Madrid y yo me traslade a Córdoba. Estamos en 1998. Alfonso seguía en tratamiento siquiátrico y para salir de sus adiciones.
En 1999 Alfonso conectó conmigo. Resulta que entre sus papeles encontró una felicitación navideña mía de hacía años y ello le movió a localizarme intentándolo en Almería, desde donde le remitieron a Córdoba.
En el primer viaje que hice a Madrid, fui a verle a su casa. Sus padres habían fallecido hacía poco, él estaba en baja laboral por sus problemas psíquicos y con la bebida y en cuanto a la casa, que era de alquiler, estaba próximo a ser desahuciado, pues había pretendido subrogarse en el arrendamiento de sus padres, pero no le había sido posible.
No se había casado; con la vida que había llevado en esos años, era imposible casarse. El interior de su casa era algo absolutamente caótico, sin duda fiel reflejo de su situación personal. En esa vez que nos vimos después de varios años, volví a hablarle de confesión, pero sin éxito. Solo llegamos a compartir la idea de que, en todo caso, Dios es infinitamente misericordioso. Le regalé la Encíclica Dives in misericordia de Juan Pablo II y unos papeles que saqué de Internet sobre Santa Faustina Kowalska y su diario. Me di cuenta de que conectaba perfectamente con ver a Dios como misericordioso. Aquello me pareció un gran avance respecto a años anteriores porque suponía un punto de encuentro y una visión certera de Dios.
En el año 2000 murió mi padre en Madrid, y a partir de aquel momento empecé a hacer viajes mensuales para estar con mi madre un fin de semana cada mes con el fin de acompañarla un poco más. Eso me sirvió también para verme con Alfonso con cierta frecuencia y seguirle insistiendo en que se confesase, aunque, como en ocasiones anteriores, tampoco lo hizo.
En el año 2002 le diagnosticaron a Alfonso un melanoma y le tuvieron que operar. En esa ocasión también aproveché para hablar con Alfonso sobre el mismo tema, pero se negó a confesarse, como era habitual.
Después de sucesivas operaciones, en agosto de 2004 le intervinieron, una vez más, de otro melanoma. Parecía que aquello era una cuestión rutinaria cuando el 19 de octubre de ese año, me llamó para decirme que tenía metástasis. Como tenía previsto ir a Madrid ese fin de semana, quedamos en vernos. Fui al Hospital Clínico, en la zona de Moncloa, donde estaba ingresado. Le acompañaba su cuñado Juan, con el que también estuve charlando. Quizá cargué un poco las tintas en aquella ocasión, porque ya en un tono especialmente serio le dije a Alfonso que ya no podía retrasar la confesión más porque probablemente eran pocos los días o semanas de vida que le quedaban y tenia que morir en gracia de Dios. Esta vez, por fin, accedió a confesarse, pero puso como condición hacerlo con un sacerdote amigo de la familia que había atendido a su padre cuando falleció 5 años atrás. Juan me prometió que localizaría y traería a ese sacerdote para que atendiese a Alfonso. Pasado el rato me despedí de Alfonso hasta dentro de dos meses en que volvería a Madrid, aunque en ese momento tuve el presentimiento de que ya no le volvería a ver más, como de hecho así terminaría sucediendo. Juan me acompañó a la salida del hospital y me comentó privadamente que no tenía una sino 5 metástasis y que estaba peor de lo que parecía externamente.
Me volví a Córdoba y me propuse llamarle por teléfono todos los días para seguir de cerca lo de la confesión y la evolución de la enfermedad. No se hizo esperar pues el día 25 de octubre se confesó con ese sacerdote amigo de la familia. Después de 31 años insistiéndole, se reconcilió con Dios. Me lo dijo por teléfono y se le notaba feliz. Cuatro días después, en el Hospital, recibió la Unción de Enfermos. Unos 10 o 12 días después recibió al Señor en la Sagrada Comunión. Todo esto me lo iba contando en las sucesivas conversaciones que teníamos por teléfono. A la vez me iba dando noticias de su enfermedad en el sentido de que notaba mejoría, hasta que un día en torno al 15 de noviembre le dieron el alta y le enviaron a casa de su hermana que es donde vivía antes de ser ingresado, ya que de la casa familiar ya había sido desahuciado tiempo atrás y su hermana y su cuñado lo habían acogido.
Yo llegué a pensar que se estaba curando, sin embargo no fue así. El día 24 le llamé al móvil, como de costumbre, y no lo cogió. El 25 de noviembre le volví a llamar y tampoco lo cogió. Entonces llamé al teléfono fijo de su hermana. Me cogió la llamada una hija de su hermana, que me informó de que había empeorado, pues había perdido el conocimiento y cabía la posibilidad de que muriera pronto. Quedamos en seguir en contacto.
El 26 de noviembre por la mañana, estaba trabajando en mi despacho del ayuntamiento de Cabra cuando a las 8.40 horas recibí una llamada de Juan: Alfonso había muerto poco antes, esa misma mañana. Solo pudo darme escuetamente la noticia porque estaba emocionado, medio llorando.
Pasados unos días hablé por teléfono con Arantxa, la mujer de Juan y hermana de Alfonso. Me dijo que el 25 por la tarde había comulgado y que perdió el conocimiento poco después de irse el sacerdote, falleciendo unas horas después. La cama en la que murió fue en la de matrimonio de su hermana y cuñado. Para que Alfonso pasara lo más cómodamente posible sus últimos días, Arantxa y Juan le cedieron su cama, durmiendo Arantxa en una cama pequeña y Juan en un sillón de la sala de estar.
Esta es la pequeña historia de Alfonso, una historia con final feliz en la que se ve la misericordia de Dios y la intercesión de su padre desde el Cielo junto a una hermana y un cuñado encantadores que pusieron todo lo que estaba de su parte para meterlo en el Cielo.
Por cierto, Alfonso fue a morir exactamente 500 años después que Isabel la Católica, reina de Castilla. El mismo día y mes.
A la vuelta de los años, cuando pienso en este amigo mío que ha coronado bien la carrera de esta vida, siempre me viene a la memoria la conversación que tuvimos en la estación del AVE de Atocha una de las veces que estuve en Madrid charlando con él entre el 2000 y el 2004. Estábamos en esa terraza que hay en planta baja tomando una coca cola y charlando mientras hacíamos tiempo esperando el tren que me llevaría a Córdoba. Serían en torno a las 9 de la noche.
No me acuerdo nada de lo que hablamos en aquella ocasión; serían cosas intrascendentes. En un momento de la conversación, sin venir a cuento, Alfonso se quedó callado y tras unos segundos así, rompió a llorar amargamente y de manera muy ostensiva. Me quedé tan bloqueado ante esto, que ni siquiera pude reaccionar para preguntarle el motivo de su congoja. Para mí fue un misterio. Y sigue siéndolo. Pero me hizo entender más a fondo el dolor que su situación personal unida a su enfermedad le estarían produciendo. También me hizo sentir mi propia incapacidad para ayudarle como hubiera sido mi deseo.
Este suceso me ha hecho pensar posteriormente mucho acerca de la profundidad del dolor de muchas personas, que llega un momento en el que "estallan" porque no pueden más y porque ese dolor¾el que sea¾se les hace insoportable aunque para los demás pase desapercibido. Verdaderamente es cierto ese refrán que dice que "la procesión va por dentro".
Afortunadamente, para Alfonso, todo esto ha terminado. Pocos días antes de morir, pudo experimentar la misericordia y la bondad de Dios, y en esa experiencia ha continuado tras su muerte, en la verdadera Vida, donde, según el decir de la Sagrada Escritura, "no habrá llanto".
Qué gran consuelo saber que mis amigos están en buenas manos.