Quizá haya quien piense que esto solo es válido para los habitantes de los pueblos del Camino de Santiago. Sin embargo, proverbialmente, de unos años para acá, los caminos de Santiago han proliferado como moscas, lo cual sería una irónica respuesta para quienes piensan que esta obra de misericordia tiene carácter selectivo.
Si nos paramos a pensar, el alguna ocasión, peregrinos o forasteros lo hemos sido todos, o todos nos hemos visto en la ocasión de acoger a algún forastero, en sentido amplio.
Desde antiguo y para pueblos anteriores al cristianismo, la hospitalidad siempre fue algo sagrado. El mismo Dios lo recuerda al pueblo elegido, en el Pentateuco, que deben ser hospitalarios porque también ellos fueron forasteros durante más de 400 años en Egipto.
En el Antiguo Testamento son numerosísimos los testimonios de hospitalidad en los que se obsequia generosamente al que viene a la propia casa, porque para el pueblo elegido de Dios, acoger al forastero era lo mismo que acoger a Dios, o dicho de otra manera, era el medio de expresar la acogida a Dios, llevándolo a la práctica con uno de sus hijos. Cuando Elías realiza el milagro de la resurrección del hijo de la viuda que le había acogido, esta reconoce que verdaderamente Elías es "hombre de Dios".
También el Nuevo Testamento nos trae pasajes maravillosos de hospitalidad. Tenemos el caso de Marta, María y Lázaro, en cuya casa Jesús se encontraba "en casa, en su propia casa". También podemos recordar el pasaje de los discípulos de Emaús, que invitan al desconocido (a Cristo) a pasar la noche con ellos, sin sensación de ser compasivos, sino movidos más bien por ese corazón que les ardía en el pecho como consecuencia de la compañía y de las palabras del Señor durante el camino previo.
En estos pasajes citados se ve claramente que el beneficiado puede ser el forastero, pero lo es sobre todo quien le acoge, ya que el solo hecho de abrirse a los demás, de ofrecerle la propia casa, la propia compañía, el regalo de un techo donde guarecerse, y como diría san Juan de la Cruz, "la cena que recrea y enamora", todo eso es algo que hace bien a quien practica esa obra de misericordia, porque supone abrirse al otro, construir puentes, dilatar el propio horizonte, crear lazos de unión, sacrificarse por los demás (y por tanto, amarles) y estar receptivo a las observaciones que el forastero nos haga en las que nos muestre nuestros errores, que hasta ese momento nos eran ocultos, quizá por la rutina de convivir con ellos sin una crítica positiva y novedosa que nos los hiciera ver.
Para mí, siempre están presentes como modelo moderno de acogida al peregrino las reuniones multitudinarias del estilo de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid del año 2011. Me refiero a la casa de mi hermano. Él y su mujer han tenido 7 hijos. Podría entenderse razonablemente que ya hay suficiente personal en casa de mi hermano como para buscarse más jardines. Sin embargo, en la JMJ'2011 llegaron a meter en casa a 29 personas más de todas las edades, procedentes de varios países europeos, alguno en silla de ruedas, cuyo denominador común era el de no tener demasiados cuartos en el bolsillo como para irse a un buen hotel de Madrid donde alojarse en esos días. Vaya, como la Sagrada Familia, para quien "no hubo lugar en la posada" de Belén, lo que forzó que el Hijo de Dios naciera en un lugar donde olía a mierda de vaca.
Mi cuñada Conchita, con muy buen humor, ideó esos días (y construyó en la terraza de la casa) un sistema de ducha colectiva parecida a la que hace años existía en la mili, en donde la gente se duchaba con cierta rapidez. Hay que decirlo todo: El padre de Conchita era militar.
Algo tendrá la hospitalidad cuando Cristo se identifica con el forastero hablando del Juicio Final: "Era forastero y sin techo, y me acogisteis" (Mateo, 25, 35).
De los bienes que nos llegan de ser hospitalarios nos habla san Pablo en la carta a los Hebreos 13, 2: "No olvidéis la hospitalidad; gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles". Y ya se sabe que la compañía de los ángeles es lo mejor que nos puede pasar en esta vida, hasta el punto de que Miguel Ríos también lo reconocía en aquella canción "Tú sí tienes ángel". Y para que Miguel Ríos reconozca eso, tiene que ser cierto...
Hoy día la acogida al peregrino o al forastero tiene también carácter y dimensión política, en la que se manejan, no ya personas, sino números que expresan cientos o miles de refugiados. El problema político se ha convertido así en un problema numérico, sin alma.
No voy a entrar en este aspecto, muy complejo y de muy difícil solución. Y nada nuevo: siempre ha habido en la historia de la humanidad oleadas de gentes inocentes, mezcladas con otros no tan inocentes, que huyen del horror de la guerra, de la incomprensión, del odio. No voy a entrar en el problema político de los huidos en el que también tiene cabida la consideración de que puede haber límites en la capacidad de acogida de otros países, no necesariamente derivada del egoísmo de estos, sino sencillamente de que los hombres y los países son limitados y no siempre su poder llega donde su querer.
No me voy a meter en el problema político, pero sí en el objeto de este artículo, en la misericordia, en ese "corazón" que se compadece de la "miseria" humana, en esa actitud personal de salir del egoísmo, de tener un corazón de carne y no de piedra, en esa actitud interior, que no debería faltar tampoco a los políticos que deban resolver esos problemas complejos de la inmigración. Efectivamente, dicho a sensu contrario, es imposible abordar políticamente el problema de la inmigración si se tiene el corazón duro, si no se advierte que es un problema en el que detrás hay personas con la misma dignidad que nosotros, si no vemos en cada inmigrante a un hijo de Dios, sea de la religión que sea.
Quienes somos cristianos estamos en una posición óptima para tener buen criterio ante el problema de la inmigración, porque estamos en condiciones de "ver" a Cristo en nuestro prójimo, en el forastero, cuya posición objetiva es de debilidad, de pobreza, de cierta indigencia, que reclama nuestro amor, como Cristo, que se hizo pobre por nosotros.
Pero Cristo no se deja vencer en generosidad, y la experiencia de acoger al prójimo en nuestra casa, en nuestro corazón, es muy satisfactoria, porque el forastero puede ser para nosotros un regalo, alguien de quien Cristo se sirve para revelarnos cosas utilísimas para el camino de nuestra vida, ya que, aunque parezcamos sedentarios, nosotros también estamos en camino.