Pasados tres días del tremendo accidente ferroviario de Santiago de Compostela, con independencia de la lenta recuperación de los heridos, está ya abierta la investigación sobre las responsabilidades del accidente.
Parece que desde el primer momento toda la prensa ha buscado criminalizar a alguien, sobre todo al maquinista. Somos el país del rumor y del juicio temerario que no espera al estudio sereno de las cuestiones para sentenciar. Como si se tratase de un guión barato de película del tres al cuatro, los medios de comunicación se han lanzado a buscar al “malo” de la película, sin sopesar que la realidad puede ser más compleja de lo que a simple vista parezca. En este país se vulnera continuamente la presunción de inocencia.
Después de todo lo que he leído en estos días y filtrando todas las ocurrencias peregrinas que desde los medios de comunicación se han vertido, parece que solo hay una cosa clara: el tren iba a 190 kilómetros por hora cuando circulaba por un tramo que solo permitía ir a 80, lo cual produjo el descarrilamiento en un tramo de curva. Eso es todo lo que, de manera incontrovertible, podemos afirmar.
La primera ocurrencia que le viene a gente con poco cerebro es pensar que la culpa ha sido indudablemente del maquinista, apoyándose en las mil y una tonterías que aparecen en esa tertulia inculta llamada Facebook. Pero la realidad no es tan simple, porque un tren Alvia no es lo mismo que una bicicleta en la que un descerebrado puede ir haciendo el caballito en plena calle. Un tren Alvia está capacitado para ir a gran velocidad sin merma de la seguridad, de tal manera que su conducción no se rige por los reflejos del maquinista sino por los datos que las balizas de la vía van comunicando al tren, hasta el punto de que podemos decir que la conducción de estos aparatos es, en buena medida, automática, de manera análoga a los aviones.
Dentro de los mecanismos de esa conducción automática están los relativos a la seguridad y al control automático de la velocidad, por los que el tren se frena solo en determinados tramos. Para no cansar al lector, los mencionaré sucintamente. Basicamente hay dos sistemas, el ASFA y el ERTMS. El ASFA—entendámonos—es un sistema más pedestre que obliga al maquinista a reconocer señales que se le envían, pero no actúa sobre la velocidad. El sistema fetén es el ERTMS, que es el sistema europeo, cuyo significado es “European Rail Traffic Management System”. Según este sistema, la información de las balizas de la vía llega al ordenador del tren que calcula la velocidad a la que debe ir y lo frena automáticamente en caso de que el tren vaya excesivamente rápido.
El plan de implantación del ERTMS se aprobó en la Unión Europea en 2009. La efectiva implantación de este sistema ha dependido ya, por una parte del dinero disponible—cada kilómetro de dispositivo ERTMS cuesta unos 80.000 euros—y por otra parte del grado de seriedad con que cada país se toma la seguridad de las personas que viajan en tren.
Podemos preguntarnos ahora si el tren siniestrado disponía de ASFA y de ERTMS. La respuesta es afirmativa, pero con matices. El sistema ASFA lo poseía, pero ya hemos expuesto que tal sistema es menos perfecto y no controla la velocidad. En cuanto al sistema ERTMS, también disponía de él la línea férrea por donde circulaba el tren siniestrado, pero con una salvedad: dicho sistema estaba implantado en todo el recorrido menos en los cuatro últimos kilómetros antes de llegar a Santiago de Compostela. Y fue precisamente ahí donde tuvo lugar el accidente.
Con este dato se abre un interrogante nuevo sobre el accidente. Por lo menos, ya no queda tan claro que se le pueda imputar alegremente al maquinista un accidente así en un tren que iba, como vulgarmente se dice, con el piloto automático en un punto en el que dejaba de haber ERTMS.
Y puede surgir la pregunta ¿por qué se interrumpía el sistema ERTMS tan solo cuatro kilómetros antes de llegar a Santiago? Me imagino la respuesta del político o del funcionario de turno: “porque así la Administración se ahorra 320.000 euros y, total, ¿para lo que queda de trayecto?; que vayan con control manual, que no pasa nada”.
Lo que ha sucedido en Santiago el pasado 24 de julio es el típico producto de la mentalidad chapucera española, de confiar en la improvisación y en la genialidad individual, en vez de la previsión y la prevención. En este país “no pasan más cosas porque Dios no quiere”.
A estas alturas ya se empiezan a barajar tres posibles causas del accidente: un error—temerario o no—del maquinista, que consciente de por dónde iba, debió empezar a reducir velocidad desde cuatro kilómetros atrás; un error del sistema, que era una chapuza, a pesar de lo cual dirigía automáticamente el tren; y un error político y de la Administración al no valorar con suficiente seriedad la cuestión de la seguridad.
En cualquiera de estos tres casos la conclusión es que este país es una puta mierda, porque si se trata de un maquinista irresponsable, es una temeridad no haberle abierto antes uno o varios expedientes disciplinarios y apartarle del servicio en atención a que no se puede dejar conducir a un desequilibrado una máquina con 200 personas a bordo. Si el error es del sistema de frenado, no se concibe cómo se ofrece un servicio público de transporte para 200 personas en donde no queda garantizado el sistema de seguridad. Y si el error es político, resulta patética la visión pueblerina de quien queriendo ahorrarse 320.000 euros, se tiene que enfrentar ahora con 78 muertos y una responsabilidad pecuniaria que puede rondar los 80 millones de euros.
En las sociedades avanzadas hay un axioma que siempre se cumple y que los pueblos subdesarrollados no terminan de entender: la prevención termina saliendo más barata que la chapuza y la improvisación. Gastar en prevención no es gastar, es invertir. Invertir en un nuevo maquinista más responsable, incluyendo su formación, es más económico que tener un maquinista imprudente. Implantar el sistema ERTMS en los cuatro últimos kilómetros de la vía es más económico que lo que se viene encima a partir de ahora.
Esto que ha pasado en España es prácticamente improbable que pase en Alemania, Suiza, Austria, Holanda o Bélgica. Podremos quejarnos de nuestro destino, pero somos el país que queremos. Efectivamente luego hay individualidades maravillosas, como las personas vecinas que se volcaron en atender a los heridos del tren. Pero eso no es un país, sino las individualidades sueltas, que también las podemos encontrar en paises poco recomendables como Marruecos. Podrán deshacerse en elogios patrioteros de la solidaridad de los vecinos todos los políticos de turno con el príncipe Felipe a la cabeza. Pero eso no es un país; eso es una mierda de país que se deshace en atenciones sentimentales individuales cuando no ha sabido proteger la seguridad de 200 ciudadanos que confiaban su transporte en un medio público. El “hacer país” es una labor colectiva, no de individualidades. El hacer país no es cosa de los Nadal, los Induráin o los Pedrosa, sino de quienes calladamente trabajan en equipo y con responsabilidad y seriedad evitando desgracias.
Los que ya tenemos unos pocos años recordamos aquel incendio del hotel Corona de Aragón, en julio de 1979 en el que murieron 83 personas y sobre el que nunca se ha llegado a saber si fue acto de terrorismo o qué. La viuda de Franco, que estaba en el hotel, salió ilesa. Los flecos judiciales han llegado hasta el año 2009. Estos datos son solo un aperitivo para que nos vayamos haciendo el cuerpo a un largo camino judicial con el accidente ferroviario de Santiago, de similar número de víctimas que el Corona de Aragón.
Pero yo quería fijarme solo en un pequeño detalle relacionado con la tesis que he expuesto en líneas precedentes. El incendio del Corona de Aragón puso de manifiesto algo tan sencillo como que en España, en aquellos años, estábamos en pelota en lo relativo a protección de incendios. Aunque parezca mentira, cuando ocurrió el incendio no había normativa de protección de incendios en edificios. La consecuencia inconfesada—solo los profesionales de la construcción lo recordamos—del incendio del Corona de Aragón fue la promulgación—siempre deprisa y corriendo, con improvisación—en abril de 1981 de la Norma de Protección de Incendios CPI-81, que como consecuencia de la precipitación, fue modificada al año siguiente por la CPI-82.
¿Es que tuvieron que morir chamuscadas 83 personas para que el Gobierno sacara una simple norma de protección de incendios de edificios? ¿Han tenido que morir 78 personas en el accidente de Santiago para que el Gobierno se tome de una puta vez en serio la seguridad en los trenes? Una cosa es que seamos católicos una buena parte de los españoles, pero ¿es que tenemos que seguir en este país “viviendo de milagro” en vez de hacer algo para no tentar continuamente a la Providencia?
Se podrá argumentar que los políticos son una mierda, pero no el pueblo. No es verdad, los políticos salen del pueblo y son como es el pueblo. El amor a la chapuza, al dinero negro, al fraude, al engaño, los vemos por doquier y a todos los niveles. Es el país el que es una puta mierda, no nos engañemos. Estas cosas pasan en España por ser lo que somos y por pensar que un país es una colección de tipos originales aislados, cada uno con su tontería.
Antonio Moya Somolinos
Arquitecto
Comentarios
Empieza usted muy bien el
Empieza usted muy bien el artículo para terminar contradiciéndose con sus planteamientos iniciales: juzgar antes de conocer. Poca serenidad ha sido usted capaz de mantener ante la gravedad de los hechos. Deberíamos esperar a tener todos los datos para apuntar a maquinista, a gobierno (por cierto, ¿a cuál de ellos?) o al sursumcorda. Ahora es momento para otra cosa. Por cierto, de haber dispuesto del sistema ERTMS tampoco se habría evitado el accidente porque éste salta por encima de los 200 kms./hora (y el tren iba a 190); o eso se informa al menos. Mantengamos la calma, por favor.
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