Durante varios años después de terminar el servicio militar pensé con resignación que me habían robado algo más de un año de mi vida. Para qué voy a contar ahora historietas de la mili que a nadie interesan y que apenas tienen el valor de un retrato pintoresco de una sociedad que ya pasó.
Sin embargo, a medida que van pasando los años, y el tiempo se va interponiendo entre aquel año en el que hice “mi propia guerra” y el momento actual, voy recordando momentos o situaciones aisladas que, cuando sucedieron, no tuvieron la vibración que tienen ahora, pero que actualmente son de interés.
Uno de esos momentos tuvo lugar en el aula, donde nos reuníamos todos los soldados-alumnos con los mandos para las explicaciones teóricas sobre la vida militar. Un día—no me acuerdo cual—estábamos en el aula con el teniente Hilario que era una versión ilustrada del militar chusquero, aunque era buena persona. En una de sus explicaciones hubo un momento en el que nos dijo que cuando estuviéramos en la plaza de armas, aunque esta estuviera vacía en ese momento, debíamos pensar que alguien nos estaba observando en ese mismo momento.
Tengo que reconocer que hasta aquel momento esa observación no me la había planteado, pero a partir de ahí, cuando alguna vez pasé por la plaza de armas, me fijé en los edificios que la delimitaban y pude advertir que al otro lado de las paredes de estos, había indicios de que estaban ocupados, y por tanto, alguien podría ver qué o quién circulaba por la plaza de armas. Ni que decir tiene que una falta de uniformidad por mi parte podía ser motivo de arresto.
Esta enseñanza me ha servido para toda la vida y me parece que he tenido la suerte de haberla aprendido. Por el contrario, veo que hay gente que, o no ha tenido un buen maestro, como yo tuve al teniente Hilario, o son tontos del culo, porque en esta vida estamos como en una inmensa plaza de armas desde cuyos edificios nos ven. ¿Cómo es posible que Iñaki Urdangarín dejara el rastro en esos correos electrónicos que sirvieron para que el juez imputara hace ya bastantes meses a la Infanta Cristina? ¿Cómo es posible que determinadas personas del PP pensaran en algún momento que Bárcenas no tenía ojos para ver ni oídos para oír? ¿Cómo es posible que determinados políticos de la Junta de Andalucía hayan pensado que robar con unos ERE falsos una cantidad multimillonaria del PER iba a ser una operación tan de guante blanco que no dejara el más mínimo rastro? ¿Cómo es posible que los de UGT hayan pensado que el langostino pasa al paladar y luego al estómago sin dejar rastro en una factura? ¿O cómo ha llegado a pensar el mismo sindicato que unas cantidades millonarias cobradas en cursos no impartidos iban a parar silenciosamente a determinados bolsillos sin armar un poco de jaleo?
El comportamiento ético debe estar fundamentado en unos principios. Pero al menos, el que no tenga esos principios, debería sopesar la que le puede venir encima si sobrepasa la raya. Al menos, el que no quiera ser bueno, por lo menos que tenga presente que desde algún lugar recóndito le ven. Quizá así llegue a la conclusión de que el mejor modo de vivir en esta vida es actuando bien. De esa manera no hay que estar escondiéndose de nadie y no habrá problema de que nos vean—porque vernos, nos ven siempre—porque, sea quien sea el que vea, verá lo que tenga que ver, no lo que no deberíamos dar lugar a que viera.
Esta lección aprendida es todo un consuelo porque materializa un fruto sabroso en el erial de la mili. De todas formas, siguiendo la terminología militar, conviene no bajar la guardia, porque la vida es muy complicada y aun queriendo actuar bien, nadie está exento de verse en algún momento en la plaza de armas aparentando…Bueno, al menos que para algo sirva la lección.
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