Nuestros caminos se cruzaron en Madrid, esperando la llegada del metro. Ella se acercó a la parada con paso lento, mirada ausente y ojos rojos de haber llorado. Triste y apesadumbrada. Era delgada, treinta y tantos, tez pálida, pelo castaño y liso, cortado a la altura de los hombros. Andaba con la cabeza gacha, la mano apoyada en el vientre, acompañada por su marido, quien la rodeaba con su brazo sobre los hombros, portando una pequeña bolsa de viaje. Por cómo acariciaba su vientre, deduje que habría perdido su feto o le habrían anunciado que no podría concebir hijos. Me decanté por lo primero, al observar, respetuosamente, cómo no pudo contener unas lágrimas al ver pasar ante ella a una mujer embarazada.
Al subir al metro, por azares, la pareja se colocó de pie a mi lado. Agarrados de la barra, el marido la abrazaba con el libre a la altura de la cintura. Ella continuaba con la mirada perdida y húmeda, muy cerca del pecho de él. Entonces, el hombre la soltó, le prendió el pelo tras la oreja y le acarició la mejilla delicadamente, con la yema de los dedos, hasta alcanzar su barbilla. Después, le alzó el rostro y le dio un beso suave y cálido en los labios, mostrándole su amor, su apoyo y su consuelo. Tranquila, cariño, mi amor, aquí estoy, contigo, junto a ti, siempre. Ella, compungida, procuró dibujar algo parecido a una sonrisa de agradecimiento, la cual pronto se quebró, víctima del ademán que precedió a unas nuevas lágrimas por el dolor y la pena. Solícito, el marido las enjugó, sirviéndose del pulgar, para, posteriormente, besarla —en la frente, en esta ocasión— y atraerla, volviéndola a abrazar. Y así pasaron el viaje: manteniendo el equilibrio ante el balanceo provocado por el metro en su recorrido, fundidos en un abrazo mientras la mujer descansaba sobre el pecho de su marido. En silencio, en base a gestos cómplices, intercambios por encima de las palabras, sentimientos compartidos, miradas que lo dicen todo, empatía de la unidad. Emociones emergentes, cuando dos son uno sólo.
No pude, a tan escasos centímetros, evitar fijarme en la pareja; de zaino, procurando preservar su intimidad, pese al lugar. Y, en tanto lo hacía, me decía que hay que ver el fastidio. Cómo es posible. En pleno siglo XXI, en una época de avances, adelantos e innovación; capaces de casi todo, aunque desbordados frente a la superioridad de la Naturaleza. Incapaces de garantizar al cien por cien el alumbramiento. Todavía hoy, con la técnica médica existente, la gestación y el parto siguen siendo los procesos más delicados para nuestra especie —o uno de ellos—, con nueve meses de evidente riesgo para la mujer y el feto; los peligros en la formación y en la expulsión del útero materno. Quizá lo sea por su condición natural, precisamente. Por la imposibilidad de emular artificiosamente el maravilloso prodigio, misterio eterno, que es el útero de la mujer, y su fundamental facultad de concepción y gestación. Demostrando, una vez más, en una especie, quién es imprescindible.
Deberíamos, pensaba durante el trayecto en el metro matritense, testigo del drama matrimonial, afectivamente identificado, bajarnos los humos. Aplacar esa arrogancia, prepotencia y egoísmo; ese aire de grandeza y esa chulería con la que andamos por la vida. Creyéndonos los amos del mundo, arrasando, atrapando y dominando a nuestro paso, cuando en realidad somos insignificantes gotas en el océano; débiles marionetas en manos de esa Naturaleza, cuya constitución nos incluye; sujetos a sus leyes, porque puede descartarnos y proseguir, simplemente.
En el vagón nadie parecía lamentarse por el infortunio de la pareja. Cada cual se centraba en lo suyo, ya fuera leyendo, escuchando música o tecleando en el móvil. Ajenos, fríos, inmunes a todo reflejo humano. Autómatas hechos para soportar los estragos de la vida. Forjados por conocimientos y experiencias de insoportable crudeza; duros reveses, divertimento del cruel dios que fuere.
Al detenerse el metro en su parada, observé al matrimonio alejarse. La mano de él posada en la espalda de ella, guiándola por entre los pasajeros hasta la puerta del vagón. Cuando ésta se abrió, la dama echó un último vistazo a la embarazada, sentada en la zona y a quien hasta aquel instante había intentado esquivar con el fin de ahorrarse la reavivación del sufrimiento. De este modo, la vi abandonar el transporte, cabizbaja, refugiada en los brazos de su marido, con lágrimas brotando de sus ojos y corriendo por sus mejillas. Y la vi desaparecer, entre las ventanas del metro y la oscuridad del túnel. Y deseé que pronto recuperara la felicidad. Y ahora, al escribir esto, que ya lo haya logrado.
Añadir nuevo comentario