En cualquiera de sus relatos, la figura de certero observador ya muestra al lector con la más pequeña y simple aparentemente intranscendencia de cualquier historia.
En este Sur suben las temperaturas y las calles de ciudades y pueblos son tomadas por miles y miles de veladores, sillas, taburetes, bebedores y bebedoras, en la más absoluta anarquía y no menos algarabía callejera, consumiendo bebidas que les refresque parte de las calurosas horas del día y noche. Hasta el punto que el perseguido peatón sufre la prisión física de un mínimo espacio para su andar. Cómo no, entonces, añorar Primavera de café, de Joseph Roth, que flota en la memoria de la nostalgia.
Uno, fervoroso lector de Joseph Roth desde años, agradece a la Editorial Acantilado el pulso de jugar fuerte, apostando no por dominar el mercado del libro con ojo meramente económico, sino ofreciendo autores sólidos desprovistos de dudosa fama prefabricada. Sin prisas pero sin pausa en el tiempo, los factores y resultados positivos suelen ser buenos: Uno, frente a la vertiginosa carrera de publicar cualquier obra buscando ser “el más vendido”, elevando el mamotreto a través de los medios de contaminación y de “distracción", opta por los verdaderos valores frente a la manipulación mediática que soportamos en el empecinamiento de colar lata por cobre. Queriendo ignorar que la buena literatura siempre será hoja perenne, rentable a medio plazo económicamente y garantía de “goteo” continúo.
Un ejemplo claro y satisfactorio es el proceso de edición que viven las obras de Joseph Roth (Editorial Acantilado) con más de una docena de títulos ya publicados a la que se suma esta Primavera de café (Un libro de lecturas vienesas) – edición de Helmut Peschina y traducción de Carlos Fortea-, con las que el másjoven Roth se inició en el oficio de escribir crónicas-relatos para los periódicos de la inquietante Viena de Karl Kraus. Y que con el andar del tiempo acompañaría el éxodo de su fuga sin fin, fuente nostálgica de lo vivido, venero de toda su obra repleta de perdidas añoranzas.
Íntima nostalgia convertida en manantial sonoro para el buen escritor. Digo más, gracias a la observación de los pequeños universos, no pocos autores han llegado a ser fabulosos y póstumos en los pedestales de la Gloria Literaria. Roth, allá tiene su sillón por ser uno de ellos. Aquí la muestra con estas apacibles semblanzas de su siempre amada Viena escritas cuando contaba veinticinco años. Entonces, ya la crítica literaria se percibió de sus dotes de narrador, la maestría de reportero sobre la condición del ser humano, perdedor consciente, errante bien en su propia patria o lejos de ella. Exiliado con la amargura y la tristeza en sus interiores y juicios que se adelantaban a los acontecimientos históricos.
Corre y malvive la vida de muchos seres por la Viena de 1919 y su posguerra, la decadencia de todo un imperio cuando el joven Roth escribe: “Mirando estas terrazas abandonadas de la mano de Dios, a uno le viene casi involuntariamente a la memoria la comparación con unos sueños de paz jamás cumplidos, unas expectativas pasadas por agua y una situación internacional resfriada”.
En cualquiera de sus relatos la figura de certero observador ya muestra al lector con la más pequeña y simple aparentemente intranscendencia de cualquier historia. Siempre existirá el palpitar humano de nostálgico de perdedor, en las que se puede percibir circunstancias ocultas del desvivir. Así lo refleja este Café Popular, que no es un local de aquellos famosos que han quedado en la historia literaria de Viena. Es un café “angosto y estrecho” donde las mesitas están apelotonadas de curiosos personajes, que va mostrando con una maestría y solidaridad tierna y encantadora, el Roth que ya se considera sólido narrador de futuro.
Ese pequeño Sacher con su carrito por las cercanías. Vendedor de salchichas, distinto a los demás vendedores, que no mira desafiante al futuro comprador, lo hace de reojo, con alma profunda, humana y rica, orgullosa de su modestia. El bar del pueblo, relato donde las pequeñas cosas y sentimientos de los clientes, adquieren la inmensidad de los de abajo, sus maneras y palpitaciones. Y siempre, esa bondad de los que nada poseen, pero pese a ello todavía son capaces de ofrecer la ternura que brota de sus páginas. Entonces, con la imaginación las hago revoletear sobre las cabezas y las risas de los pobladores de miles de veladores en las noches de estío del Sur, deseando que algunos las descubran y atrape su lectura superior a la más exquisita bebida.