Leo diversa información de los atentados en la capital francesa, cuando, en el modo aleatorio, aparece aquella canción de Duncan Dhu, Una calle de París. Después de meses y meses sin reproducirse en mi ordenador, aparece como si supiese que estoy pensando en lo que está sucediendo… Leo que se supera el centenar de muertos y que hay más de trescientos heridos y pienso que «la noche se llevó la cordura», como me apunta la canción. «Y la fe» añade. Leo opiniones sobre el error de las religiones y algunas de tinte racista, se pasa del blanco al negro, o viceversa, y se obvia los matices grisáceos, que es un color que no parece gustar a nadie… Claro que se pierde la fe, la que se puede tener a la humanidad que vuelve a demostrar que es enemiga de sí misma… El hombre, lobo para el hombre. Me angustio al ver las imágenes de los locales destrozados y la de ese difundido vídeo de personas saliendo de Bataclan sobre los muertos… «La noche en que París se estremeció» me dice ahora la canción. Y me dice que, en efecto, soy un triste espectador… Estoy lejos y nada puede igualarse al terror de los protagonistas, aunque una amargura doliente surge por no saber cómo estarán las amistades y familia que tengo allí. Voy al Facebook y leo que están bien, pero en la red social hay más rabia desatada que dolor contenido… ¿Qué se puede hacer desde aquí, al otro lado de esta pantalla que será tan negra cuando la apague como la noche de los ojos de la muerte en París?
Me siento fuera de lugar… Antes de leer lo acontecido, me había dedicado a subir fotos de la presentación de mi nuevo libro, que celebré un par de horas antes de los atentados; qué contraste entre este canto a una vida y los que han perdido de un solo trago en Francia… No hay poesía, no hay palabras, no hay escrito posible que pueda apartar mi pensamiento de París. «En mi vieja habitación hay cortinas para que no entre el sol». Asesinato, odio, violencia, intolerancia, ceguera… Como dice la canción, hay tantas cortinas que no permiten iluminar la habitación de este viejo mundo, que, por supuesto, seguirá girando, seguirá andando, pese a tantos ojos cerrados brutalmente.
La canción acaba y, de pronto, siento un tirón de mi camiseta por la espalda… Mi hija reclama mi atención y me mira con tan resuelta alegría que se me va el dolor. Tenía razón Jacinto Benavente con eso de que en cada niño nace la humanidad. En ellos únicamente puede estar la solución y el motivo de que este mundo sea mejor.