Lo bueno y lo malo de haber vivido la infancia en la década de los 80 y la adolescencia en la de los 90 es que ahora toca celebrar el trigésimo y el vigésimo aniversario de lo que entonces era de mi interés. En mi recuerdo sé que veía mucha tele y de lo más variopinto, desde David el gnomo o Érase una vez… el espacio hasta Chicho Terremoto y Los caballeros del zodiaco. Sí, pasado el tiempo David me parece bastante ñoño, desesperante lo del espacio, Chicho menos divertido de lo que parece y terribles la narrativa y el contenido mitológico de los caballeros. También jugaba, aunque menos, a las maquinas de los recreativos y a la videoconsola; tenía la Megadrive y he gastado bastantes horas de mi vida con el Sonic 2 (y aún lo hago de vez en cuando), hasta que llegó el ordenador. Leía libros de terror y misterio casi exclusivamente, que mis padres pedían al Círculo de Lectores, y con los que conocí, entre otros, a Thomas Harris (el creador de Hannibal Lecter) y a Stephen King, aunque no he vuelto a ellos desde hace casi quince años. Mucha culpa de ello la tiene Kennedy Toole con La conjura de los necios, pero esa es otra historia. Pero es en la música cuando rayaba en lo ecléctico o en no tener el gusto definido. Cuando reviso mis discos compactos o mis casetes, me sorprendo de la variedad: podía escuchar a Soundgarden, a Rosario Flores, a Los Rodríguez, a Green Day, a Ice Mc o a Chaikovski en una sola tarde sin que esta se rompiese de extrañeza.
Uno de los discos que poseo es el primero de los Backstreet Boys, un grupo de cinco chicos que surgió en los noventa y que encadenaron éxitos por todo el mundo hasta bien entrada la primera década del siglo XXI. El motivo de centrarme en ellos, junto a la nostalgia de un tiempo que no volverá, se debe a la noticia de que había fallecido en la cárcel su descubridor, el estafador Lou Pearlman. Debo puntualizar que no es por su muerte, sino porque tenía pendiente desde hace casi tres años ver el documental Show'em (what you're made of) sobre este grupo, del que había leído desiguales críticas. Como otras veces he contado, el escritor argentino Ángel Mario Herreros siempre me ha dicho que haga caso de las señales. Esta era una de ellas.
Así, lo he dicho antes, compré el primer álbum de los Backstreet boys hará veinte años que dice el tango que no es nada, pero sí lo son. Me gustaron, entonces, las dos o tres canciones que sonaban de ellos en la radio. De mis recuerdos de adolescente traigo al presente la exageración de las fans, el endiosamiento de Nick Carter y los continuos reportajes que conseguía ver en la MTV y en VIVA sobre ellos, que, evidentemente, los mostraban como unos chicos excesivamente guapos y perfectos. Todo eso no era para mí. A mí me gustaban algunas de las canciones, no los chicos. Y dejé de interesarme por ellos, aunque fue en vano, porque sus dos siguientes álbumes sonarían continuamente en radio y televisión.
Por ello, es llamativo e, incluso, inquietante, el contraste que Show'em (what you're made of) nos ofrece de ellos desde unas imágenes iniciales en las que dos de los Backstreet orinan en un bosque y un estropeado A. J. se queja de la pendiente del terreno (¿cómo que veinte años no es nada?). La primera en la frente: los ídolos tienen necesidades humanas y el tiempo les afecta igual que al resto de mortales. El documental lo conducen los cinco miembros del grupo, pues cada uno lleva al resto al lugar en el que creció y allí se enfrentan a los temores del pasado, tales como la muerte del padre de Kevin o que Nick no tenga relación con sus progenitores (diría que hubieran hallado en el grupo las carencias familiares); así, se combinan momentos íntimos con los del éxito (sí, afirman en más de una ocasión que estaban en el candelero o que podían tener a la chica que quisieran) y con las consecuencias del tedio de estar continuamente de gira. Mientras que no sorprende que A. J. confiese sus problemas con la droga o el alcohol a la cámara (no le quito el mérito de ello, pues él es consciente del rol que desempeña en el grupo y ante las fans), sí lo consigue que a Brian, el que en mi humilde percepción musical tenía mejor voz, lo operaran del corazón en plena gira y que haya desarrollado problemas en las cuerdas vocales. En efecto, cada uno se enfrenta al grupo según su perspectiva; así, Howie se sentía un tanto desplazado y les pidió más participación de voz en las canciones. Curiosamente, serán los problemas de voz de Brian lo que desencadene el momento plenamente desmitificador, por el que el documental es algo más que un repaso a la trayectoria del grupo o una suerte de retrato coral: Nick Carter estalla en plena sesión de trabajo sobre la elección de canciones para un disco y le espeta descalificaciones, insultos incluidos, y trapos sucios a Brian. ¡Vaya! No me lo esperaba del guapo rubiales. Tanto es así que uno se pregunta si sigue viendo el mismo documental, porque la historia ha dado un giro inesperadamente brusco y el espectador se siente incómodo: las luces se han apagado y aparecen las sombras, de las risas y lágrimas compartidas se ha pasado al despecho y el desaliento. Nick no se anda con sutilezas, ni hay amistad que valga, pues sabe que su compañero de escenario no está a la altura. Podría presumirse que se resuelve todo con un abrazo, pero no es así. Nick y Brian hacen uso de lo que se menciona en el refranero español de las cosas claras y el chocolate espeso. Únicamente por estos quince minutos tensos e intensos el documental adquiere verdadero interés.
El final nos llevará al principio, a la colina en la que orinaban y que A. J. no podía subir; en una manida metáfora de haber superado los obstáculos y haber alcanzado la cumbre de la armonía, como se atestigua en las imágenes de los créditos finales, que funcionan como melaza para los fans incondicionales, una vez dada la «melezina», como diría Don Juan Manuel, que lleva la cura y el dulce, y que aquí muestra las dos caras del grupo.
Por supuesto, Pearlman es un fantasma en todo momento. Aparece en las fotos de los comienzos del grupo fugazmente y en los comentarios sobre el escaso dinero que este sujeto les daba a los cinco, mientras él se forraba; y su presencia planea en la mansión vacía que los chicos visitan. No merece mayor trascendencia.
En definitiva, Show'em (what you're made of) es un documental al uso de la mecánica del recuerdo, con valiosos momentos que privan a los cinco ídolos de su halo divino y que genera sorpresa a quien lo vea. En el siglo XXI hay que desmitificar a los dioses de la memoria, si estos quieren seguir siendo adorados. Los Backstreet Boys lo consiguen con este documental.