En la pasada feria de Córdoba, tuve la oportunidad de hacerme con el último libro de Antonio de Egipto, Un tiempo de bosques salvajes. Aunque nacido en Sevilla, al poco su familia se traslada a Cabra, donde crece forjándose su voz poética: Desnudos en la ciudad (2006) y La maleta (2009) son sus anteriores poemarios.
Un tiempo de bosques salvajes es un viaje al recuerdo íntimo del poeta, a la infancia que era la patria para Rilke, una imagen de sí mismo desde hoy al ayer que se nos presenta con una riqueza sensorial muy acertada en lo poético. Así lo observamos en «El encuentro», que abre el poemario, que nos da algunas pistas de cómo se articula el conjunto de la obra:
Versos antiguos me hablan
de un tiempo de bosques salvajes.
[…]
La memoria es el arma que conservo para tenerte.
Como decía, Antonio alude a lo olfativo (flor), lo visual (pájaro), lo auditivo (silencio), lo táctil (piedra) y lo gustativo (labios de yedra), para adentrarnos desde el primer poema en lo que evoca su infancia y que se representan mediante distintas «casas», lugar común de este poemario, caracterizadas muy acertadamente. Por ejemplo, la «Casa I» alude al alejamiento (lejana, distante, desierta) que lleva a la soledad («solos tú y yo /y el viento»). De todas ellas, es probablemente la IV la más sugerente con la referencia al barro, al «membrillo hecho carne en tus manos» o «las patatas horneadas en la leña» (nótese, de nuevo, los sentidos en los versos) y la poderosa imagen final del «vuelo perfecto sobre el agua». Precisamente, el cierre de los poemas es de lo más conseguido de Antonio de Egipto, como demuestra el final de la «Casa VIII»:
Así son los recuerdos:
imágenes clavadas
en cualquier ángulo muerto.
Tanto en este sentido, que nos proporciona el poeta, como el general literario, las imágenes son una de las bases de este volumen. Díez Borque la definía como representación de un objeto por medios sensibles, basándose en Rafael Lapesa, para quien la imagen presta forma sensible a las ideas abstractas y a diversos seres, sucesos, objetos, etc. En Antonio, es así, construyéndose a lo largo de los versos hasta realizarse como metáfora de fuerte y profundo significado, como ocurre en «Las lindes», en «Ultramarinos», una de las mejores composiciones del conjunto, o en «Casa VII»:
Una mañana marchó al bosque;
días después alguien encontró su cuerpo
junto al río. Deshojaba una flor,
sangraba pétalos.
Para quienes somos del sur de Córdoba, el paisaje que nos presenta es familiar y el poeta personifica y le imprime personalidad a lugares como «El Puente de Hierro» o «Caño Gordo», que son un punto común tangible y a la mano de los lectores.
Por último, en el estilo de este libro resulta llamativo el uso de la enumeración para articular varios de los poemas, como quien hace un ejercicio de recuerdo, pero digamos que resultando un recordatorio poético. Así lo encontramos de forma intensa en «Casa I» (sin voces, sin pisadas, sin camino), «Casa IV» (baldosas, escaleras, cebollas, membrillo, mermelada, patatas, etc.), «Casa VII» (sombreros, chaquetas, paraguas) y en varios poemas más, entre los que destaca la «Poética» final:
Fue un paseo por la ciudad
lo que me trajo de vuelta aquí:
Un colegio de rejas verdes,
un muro encalado,
los gritos de los niños,
los bancos de madera,
el rumor del agua de la fuente […]
O una enumeración extensa, en la que las sugerencias sensitiva y emotiva nos sobrecogen en su composición palabra a palabra. También en la citada «Poética» lo encontramos:
Mi territorio es real e irreal,
Es el recuerdo de los que están
y de los que se fueron, […]
Es un encuentro vital
que aparece y desaparece
con la fuerza del trueno,
con la simpleza del relámpago.
Y en poemas como el también citado «Ultramarinos», en el que se conjuga perfectamente con las imágenes y la sensualidad de su verbo, y «Camino hacia el bosque», con el camino, los tres árboles y el joven se concentran en ese espacio al mismo tiempo real e irreal del recuerdo. Así, la memoria es un arma poética que nos lleva a las historias ocultas del poeta, hechas poesía en Un tiempo de bosques salvajes.
Manuel Guerrero Cabrera
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