María de la Sierra Molina Osuna
En el centro geográfico de Andalucía, ubicada en la comarca de la Subbética, se encuentra la ciudad cordobesa de Cabra, un enclave privilegiado rodeado de sierras y manantiales.
Entre un mar de verdes olivares, agazapada al pie de la sierra de su mismo nombre, está la ciudad que me vio nacer, el lugar donde di mis primeros pasos, donde me forjé como persona y donde empecé a fraguar mis sueños de vivir lejos, de conocer otras personas, otras costumbres, otras culturas, lejos de lo que, desde mis ojos adolescentes, se configuraba como un espacio demasiado reducido que anulaba mis ansias de conocer mundo. Sus rincones y callejas fueron testigos de mi inquietud por traspasar las fronteras egabrenses y encontrar, lejos de ellas, la posibilidad de realizar todos esos sueños que atesoraba con mimo mi rebelde corazón adolescente.
En la vida hay trenes que pasan por nuestra estación solamente una vez y en nuestra mano está tomarlos o dejarlos pasar de largo, por eso en cuanto tuve oportunidad me marché a vivir fuera. Mi época estudiantil me demostró que había vida más allá de Cabra y me reafirmó en mi idea de que mi futuro estaba lejos de la ciudad donde vi la luz por primera vez. Desde entonces los distintos trabajos que he tenido siempre me han mantenido alejada de mi ciudad natal y, en determinadas etapas, únicamente volvía a ella en momentos puntuales y por razones muy concretas, familiares principalmente.
Recientemente, y obedeciendo a esa impulsividad que me es innata, he iniciado una nueva etapa de mi vida. La aceptación de una oferta laboral que llevaba implícitos una serie de cambios radicales en mi vida hizo que me embarcara en una aventura que, a día de hoy, ha demostrado ser la mejor elección. Tengo salud, vivo en un sitio maravilloso y, aunque lejos de mi tierra y de mi gente, puedo afirmar que me siento muy a gusto con todo aquello que el destino me ha deparado. Ya estoy acostumbrada a estar de la ceca a la meca y a no echar raíces en ningún lugar. Me considero ciudadana del mundo y eso me hace mucho más libre, pero eso no evita que este nuevo cambio me haya vuelto a producir esa sensación de tener mariposas revoloteando en el estómago.
Dice Rainer María Rilke que “la verdadera patria del hombre es su infancia”. Quizá sea ese el motivo que, tras muchos años, me ha impulsado a volver a Cabra en septiembre, el mes más “cabreño” como lo definen los apologetas del egabrensismo, para darme de bruces nuevamente con la realidad de la ciudad que me vio nacer, una combinación de tópicos trasnochados y actitudes vitales en la que mis paisanos parecen encontrarse como pez en el agua y que a mi, sin embargo, me resulta incómoda y asfixiante.
La idiosincrasia de un pueblo no es algo que se construye de la noche a la mañana, sino que se va forjando con el tiempo; ello es lo que lo hace diferente a otros, ni mejor ni peor, simplemente diferente. Estoy firmemente convencida de que Cabra será lo que los egabrenses quieran que sea, y por eso recelo de aquellos políticos que, cual las hadas de los cuentos, pareciera que disponen de la varita mágica que solucione todos los problemas por arte de birli-birloque.
Soy egabrense y presumo de ello donde quiera que estoy, pero ese sentimiento de orgullo no me impide reconocer que parte del problema de Cabra reside en lo que, paradójicamente, se constituye como su mayor valor: los egabrenses. La ciudadanía egabrense adolece de un cierto conformismo que la lleva a considerarse el ombligo del mundo y se conforma con buscar en los políticos que la gobiernan en cada momento a los causantes de todos sus males, eso ha sido así históricamente y, lamentablemente, a juzgar por determinados comentarios que he podido escuchar estos días, lo continúa siendo en la actualidad.
He pasado unos días espléndidos en Cabra, me he reencontrado con gente maravillosa con la que he compartido muchos instantes de mi vida, he redescubierto los rincones donde transcurrió gran parte de mi existencia y, sin embargo, me he marchado de allí con una sensación agridulce, la de saber que, pese a haber nacido y vivido en Cabra, ese no es mi sitio y yo no respondo al prototipo de egabrense al uso. En este breve lapsus de tiempo he podido comprobar que la decisión que tomé, y por la que muchos me catalogaron en su día de loca, era la acertada.
Quiero, no obstante, manifestar mi sincero sentimiento de gratitud a mis amigos, a mis conocidos, a mis paisanos, por cada segundo de su tiempo que me han dedicado. Gracias por vuestro cariño y vuestra complicidad.
Podéis estar seguros que siempre os llevaré en lo más profundo de mi corazón porque, no en vano, llevo con orgullo el nombre de la Patrona de mi ciudad, esa Virgen chiquita y morena que nos une a todos, creyentes o no, y que en la distancia se convierte en el verdadero icono de nuestra ciudad, en la mejor Embajadora de Cabra y sus esencias.
María de la Sierra Molina Osuna
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