Lunes espléndido de sol, y ensimismado me vi participando de la inauguración y Exposición de pintura que, organizada por el maestro sevillano Miguel Rodríguez Núñez y sus discípulos, quedó exhibida en la sala Gonzalo Bilbao del Excmo. Ateneo de Sevilla, hasta el 14 del presente, donde en estas fechas, están atareados con los preparativos del Heraldo Real de los Reyes magos de 2020, ilusión infinita que llegará, Dios mediante, a todos los niños de Sevilla, incluidos los que apenas tienen qué comer. Dicha inauguración, todo debe decirse, para mí, ha sido la primera, como tal, que han desdibujado mis ojos, aunque haya visitado otras exposiciones. Ésta, que está compuesta por una treintena de cuadros inspirados por sus creadores, en la minuciosa lectura e interpretación de la poesía de Juan Pachón de su libro “Noches sin ella”, y que también es pupilo del maestro Rodríguez en estas artes de la meditación y sobriedad humana.
Entre el murmullo del apretado público que allí hubo, yo me veía poco menos que sobrecogido en el almíbar del susurrar que mis oídos percibían, entusiasmados de sentirse partícipes de aquella visible exaltación y entrega de sensibilidad, que era reflejo de aquel acontecimiento, aparentemente sencillo en el virtuoso oficio de sus hacedores. Meditaba sobre ideas en medio de la gente, mientras leía junto a los cuadros, el poema que los había inspirado, observando después el lienzo, donde se reflejaba con viveza sentida los matices, casi celestiales en llamarada pura de los pinceles que llevaron con su esmerada pintura las imágenes poéticas que allí se dibujaban.
Mientras me desplazaba a otro cuadro, con intención casi de beberlo con la vista, me decía a mí mismo, y es mi impresión: “sólo el Arte y la Educación, puede salvarnos”. Quizá, dicho así, pueda parecer una tontería, si miramos el mundo, paseando indiferentemente, lleno de crueldades y engaños; y, como acostumbrado ya a esa convivencia de rutina, supuestamente atropelladora de la humana humildad que forma parte de la vida, que nos brinda infinita belleza para contemplar y sentirnos felices, aunque sea a ratos. Pero otra obra me embebía ahora, con sus felicísimos cromados y radiante luz en su íntima contemplación abstraída, ante un agua serena, con muchacha mirándose sus secretos pulgares, como oculta tras unas discretas hojas de arbolado incipiente. Y después otra con azules de playa y encendido horizonte de nubes encrespadas, esperando un vacío imponente y llamativo auge de soledades grises y anaranjadas. Entonces pensando en Jorge Luis Borges, que se llevó toda la vida buscando el verso feliz que lo salvara, me pregunté, casi obnubilado, ¿nunca somos felices? ¿Y por qué, si se es fecundo en todas las artes y literaturas, y la Naturaleza nos deja su más íntima belleza para el disfrute de nuestras golosas y ávidas retinas? Pero esto no es todo.
También otras imágenes se me venían al pensamiento. Porque no todo es esa lámpara maravillosa de los bellos colores. Pensaba en el próximo domingo y en qué sucederá, en los mítines del teatro televisivo que nos han dado nuestros incapaces negociadores políticos, en si se cumplirán las expectativas de los expertos, en la ruina que tiene este país nuestro y sin gobierno, en las promesas que incumplirán, como siempre, los salientes electos, pensaba en que el domingo, los electores, cumpliremos con nuestra obligación democráticamente. Votaremos a quienes piensan garantizarse la paga vitalicia. Que es hacia donde se encamina el pecador. Porque el mundo está orientado hacia el macromontaje por los expertos, los macroeconomistas y hombres de estado -que se llaman-, y que se apoltronan como empresarios sin éxito que gestionan y se nutren del dinero público, mientras el mundo se arruina asombrosamente y prometiendo con voracidad. Estas imágenes de desesperación también las observaba en esos cuadros y pensaba en la desconfianza sembrada. Donde el vacío es desesperación, grises incontables. Allí estaban, mirándome a la cara desde la pintura y yo, a veces, hasta me sonreía, porque todo está pintado en ese mundo que no se despejará, ni siquiera el próximo domingo. Después del despilfarro del público erario. Y en que todo el proyecto se ha encaminado hacia el problema catalán, los demás no contamos.
Me sentía rodeado por esa multitud en una sala con nombre de pintor sevillano: Gonzalo Bilbao, y homenajeando al poeta y pintor Juan Pachón, ante un conjunto de obras pictóricas, que han sido ilustración de ese conjunto de poemas, y cuyos estilos soy incapaz de descifrar o discernir; mi entendimiento no da ni siquiera para insinuar una ínfima o elemental teoría. Pero sé que allí hay arte, porque presiento sensaciones que me transmiten sensibilidades ocultas que a la vez me hacen huir hacia otras barbaridades supuestamente contrapuestas, donde los hombres se autodestruyen, quizá también, porque abundan de ese abstracto conocimiento que sólo hace intuirlos como seres anónimos e inalcanzables de un escaparate de ambiciones y perversidad de vacío unánime e irreductible. Y en esto me llega al pensamiento aquella frase que me recuerda Solón: “No destruyas lo que no has hecho”. Pero en este ambiente de saludable inquietud, me pregunto, ¿qué ha hecho el hombre, si no destruir lo que otros hicieron con mejor propósito que los que llegaron después? Y me afirmo a mí mismo: solo tenemos derecho a mejorar los pasos que otros nos trazaron.
Y a la sombra de esta cárcel dorada del arte y el prestado sol que nos alumbra para vivirlo en plenitud y frutales culturas milenarias, alegóricas o simbólicas, donde parándonos, contemplamos imágenes e ideas a nuestro paso, me queda el impacto de esta sustanciada experiencia recordando a aquel Diego Velázquez, que también pintó niños hambrientos, y que, necesitando de enriquecedores aprendizajes, viajaba a Florencia para beber de los mejores maestros y que, tras permanecer allí un breve tiempo, huía de aquel ámbito, necesitado de la luz y el brillante sol de su ciudad natal, Sevilla. De la que todo sol que llega, se siente enamorado.