En ocasiones tardamos varios días o semanas en pasar por el mismo lugar cotidiano donde habitamos, esa calle que forma parte de nuestro entrono o nuestro pueblo.
Al pasear de nuevo por allí, siempre hay algo común y algo diferente en ella. ¿Qué quiero decir con común?, pues que nos hemos acostumbrado: a los pequeños actos vandálicos en los bancos, papeleras, señales de tráfico, contenedores de residuos urbanos o paredes públicas... ¿Qué quiero decir con diferente?... Pues que en cada caminata hay un pequeño cambio, un cartel sobre una casa o piso que anuncia su venta, su alquiler, un local que se cierra, un negocio que anuncia su apertura comercial, otra zona de la calzada en obras...
Sí vuelvo a la calle de mis padres, evidentemente no es suya, es la denominación que hacemos de donde viven, apropiándonos un poco de ella, a su casa, que no es tal, sino una vivienda dentro de un bloque de pisos. Un conjunto de pisos que forman un edificio vecinal con un amplio patio Andaluz, con unas escaleras de forja negra relucientes, recién pintadas, sus azulejos verde azulados geométricos, con sus baldosas rojizas, con sus macetas abundantes y platos de cerámica colgados en las paredes, con sus paredes blancas entre planta y planta vecinal. Al adentrarme en este patio donde viví y donde vuelvo diariamente de visita para ver a mí padre, una o varias veces al día, según discurra la jornada, observo los cambios de la imagen que tengo en mi recuerdo siempre luminoso, por una realidad más vacía, de otra manera y diferente.
Los habitantes de estas viviendas, mirando el bloque de abajo hasta arriba, han envejecido. Evidentemente todos cumplimos años y muchos de los vecinos/as del lugar ya han enfermado, ha menguado su autonomía, e incluso han desaparecido. ¡Es ley de vida!... Algún piso permanece cerrado, mientras sus herederos deciden que hacer con él, seguramente vaciarlo y venderlo, será la opción más certera para ellos/as. Algún piso ha cambiado de propietarios antes unidos, ahora separados, siendo ocupados por generaciones más jóvenes, con menos familia, con horarios diversos, con profesiones que implican trabajar muchas horas fuera de casa a sus moradores. En general viven menos personas por metro cuadrado en la comunidad. Cada residente está en su hogar, te saludan, los saludas cuando coincides escuetamente, con cordialidad austera, todos se ven menos, se interacciona poco entre generaciones distantes, se cocina menos en los pisos, se entremezclan menos los olores, las risas, el subir y bajar, se conoce menos a todo el mundo...
Los habitantes de siempre, vivamos o no allí, mantenemos un código de sociabilidad con el que hemos sido educados, vamos a los entierros de los mayores del bloque, de la calle, de los que una vez fueron tus vecinos de juventud, aunque hoy te sean menos familiares. En esos eventos sociales de tanatorio y misa, surgen conversaciones elocuentes, cotilleos, tristezas, curiosidades, alegrías... Se propician los re-encuentras con sus hijos e hijas, ves a vástagos crecidos, cambiados, convertidos en los nuevos hombres y mujeres del futuro, casi desconocidos para ti, aunque agudizando la memoria siempre hay algún rasgo gestual y/o corporal que se mantiene en su expresión, en su herencia.
Vamos envejeciendo afortunadamente, vamos prolongando la línea del tiempo vital, del recuerdo, dibujándola en la memoria de lo vivido, de lo perdido, de lo añorado y valorándolo en su justa medida. Emociones, imágenes, sensaciones, que detienen nuestras prisas diarias, interrumpen un momento en nuestra jornada, dedicando un tempo al pasado, al momento, a los cambios y al presente siempre distinto, más vacío, de otra manera, simplemente diferente.