A propósito de ese retorno a la pequeña pantalla de la serie Frasier, en una nueva edición para 2023, que tan ansiosamente algunos esperábamos para caer sometidos, después, por el golpe cruel de la realidad, como el extraviado entre las infinitas dunas del desierto espera alcanzar pronto el paradisíaco oasis para descubrir que aquel idílico espacio en medio del fulgor ocre de la arena no es sino una pérfida jugarreta de su imaginación marchitada por la sed; a propósito, entonces, he devorado con animosa nostalgia las once temporadas originales de la serie, emitidas entre 1993 y 2004, ascendida a los altares por la crítica y el público y acribillada de premios, disfrutando como un gatete con su ovillo de lana.
Doscientos sesenta y cuatro episodios, a razón de veinticuatro por temporada (número inaudito en los formatos actuales) y poco menos de veinticinco minutos de duración cada uno, para una serie derivada de otro éxito televisivo como fue Cheers (1982-1993). Nos narra Frasier, aun consciente de que, por repercusión del producto y tiempo transcurrido, se teme ejercicio fútil, la peripecias del Frasier Crane, prestigioso psiquiatra que, tras su divorcio, vuelve a Seattle (estado de Washington), su ciudad natal, donde comenzará a trabajar como consultor en un programa radiofónico diario, acogiendo en casa a su padre, policía jubilado, impedido en la cadera por un disparo, y recuperando su relación con su hermano Niles Crane, también reconocido psiquiatra. Los hermanos Crane, hombres de alto intelecto y solvencia económica muy desahogada, gustan de codearse con lo más granado y distinguido de la sociedad, reuniendo una desmesurada panoplia de presunciones banales, remilgos puntillosos y pedanterías pueriles que se decantan con una autoestima y una vanidad titánicas, reportando las más descacharrantes situaciones y los más ocurrentes incidentes pergeñados para el entretenimiento colectivo. El exacerbado grado de esnobismo, el aparatoso ímpetu por el elitismo y la competitiva envidia fraternal inauguran una hilarante sucesión de tramas que legan al espectador un estado de satisfactorio júbilo.
Porque es, precisamente, el vínculo o interrelación entre los dos hermanos lo que soporta el peso argumentativo de la serie o, al menos, cataliza la comicidad cómplice con el espectador. Dos hermanos que, por sus particulares cualidades intelectivas y un carácter orientado hacia el refinamiento pomposo, compartieron en práctica comunión todo su periodo infantil y juvenil (se preocupa la serie de concebir una pequeña muestra de analepsis con los lances de los pequeños hermanos). Dos hermanos con aficiones comunes y aspiraciones acordes que les llevan a estar muy unidos en su vida diaria, a asistir juntos a eventos o participar en actos sociales, concertar agendas para cenar o tomar ese café de la mañana o la tarde (el Café Nervosa es un escenario usual), asistirse o ayudarse mutuamente ante cualquier necesidad o vicisitud, integrarse en grupos o colectivos o armonizar actividades lúdicas, recreativas u ociosas; hasta el punto de que es un quiebro o efecto frecuente el comentario de que allá donde esté uno estará el otro o allá donde vaya uno irá el otro. Dos personajes de naturaleza idéntica o similar que refuerza el lazo fraternal, aunque diseñados con un hábil contraste físico, con un Kelsey Grammer alto y corpulento y un David Hyde Pierce escuchimizado y enclenque. Actores de prodigiosa calidad interpretativa sufragada por la imponente apariencia y reverberante vozarrón de Grammer y la destreza mímica y virtuosa gama emocional de Hyde Pierce.
La exagerada puntillosidad o el fanatismo por el perfeccionamiento aparente gravitan en torno a los dos hermanos para adentrarlos en los más variopintos trances carbonatados de un pulido humor que no lucha por la pretendida polémica, pese a que no deje de ser un producto de su época. Que se mantiene fiel a sí mismo hasta el final. No puedo olvidar el desternillante episodio del spa de la décima temporada (episodio 11, «Door Jam»), que condensa la esencia de los dos hermanos. Cierto que, en ocasiones, la serie redunda en la procedimental comedia de enredo y que flojea cuando la trama persiste en tratar de resolver las carencias amorosas de Frasier, la ausencia o la imposibilidad de conseguir una pareja estable (justamente, el interés amoroso incidirá en el desenlace). Pero tales pormenores, en un conjunto de más de doscientos sesenta episodios, no dañan un producto que me sigue funcionando en la actualidad, a pesar de que hoy no puede realizarse uno igual, siquiera semejante, dados los puñeteros convencionalismos y correcciones políticas que suprimen incluso las notas de humor inteligente y respetuoso. El ejemplo está en esa desafortunada edición para el año 2023 de la serie, tan aséptica, tan blanca, tan domeñada por el buenismo que la comicidad es un mero anhelo inclinado al ultraje. Se deja sentir, en esta nueva temporada, además de un complejo hacia el recurso del humor, la falta del personaje de Niles Crane. Frasier siempre fue una serie sobre dos hermanos, premisa cuya pérdida malogra el producto y el recuerdo.
Cuando rememoro esas once temporadas originales de Frasier no puedo evitar identificar, salvando muchísimo las distancias, las notas comparativas que nos unen a mi hermano y a mí. Por circunstancias familiares y, por qué no, por la conexión misma, pasamos juntos nuestra infancia y juventud. No me refiero a la normal convivencia en el hogar familiar, sino a aquellas etapas vacacionales o festivas y fines de semana. Ambos teníamos y tenemos, por supuesto, amigos; sin embargo, esa vivencia en hermandad perpetua, que, en principio, podría devenir en tiranteces constantes, sirvió para conocernos mejor y para fomentar aficiones comunes que, a la postre, arraigaron el cariño y el afecto y consolidaron todavía más los lazos fraternos. Afinidad que, tal vez, no se habría adquirido con un número mayor de hermanos. Y es que algunos habremos de enorgullecernos por ser dos. Sólo dos hermanos.