En la poesía el merecimiento es justamente desigual. Su distinción lo es en la rendición de cuentas que cada lector discierne con inteligencia y sensibilidad.
LA RENDIJA LÍRICA. Con la mirada afilada de un cíclope, el lector de poesía aguza la vista. La hendidura por la que vislumbra la estancia que aferran sus manos en el libro o en la resonancia al vuelo que se recita, es sencillamente hasta donde le permita perseguir el hilo de oro viejo de las palabras. Acomoda el único ojo en el resquicio por el que trata de atisbar lo que al otro lado cree desconocer: el sincretismo entre expresión y hallazgo. El ovillo lírico como el narrativo toma cuerpo en el lector. Es el verdadero artífice de su hecho intemporal. Los dos conceptos –expresión y hallazgo- se transforman con su lectura en reflexión y encuentro Sortilegio meditativo donde la soledad respira como hilacha de tela raída. Ese filamento incandescente que aún mantiene la viveza en la bombilla apagada instantes antes. La palabra poética es un acuerdo semiótico, el sentido del misterio que la belleza encierra en nuestro acontecer, la tensión de un proceso que nos embarga de íntima distancia con el día a día vulgarizado y gredoso. No es menos cierto que ansiamos autenticidad. Aunque esta se nos resista fundamentalmente por nosotros mismos. A quien solemos invitar a sentarse a la mesa para tristemente no dirigirle la palabra.
LA POESÍA SE REBELA EN LA LECTURA ante nuestros ojos atónitos. Nos sacude y compele a confesarnos de ese otro yo con el que convivimos. La materia poética no es de naturaleza abstracta. Se concreta en esa aspiración e insistencia de la inteligencia en hablarnos de nuestro desvalimiento. La palabra poética acoge ese merecimiento hacia dentro. En una especie de luz de clausura para resaltar la belleza interior. Ese paraíso que se pierde en la frondosidad de nuestros anhelos. Nuestros pasos perdidos trazan un círculo irredento que la poesía detiene en seco. “Considerando en frío, imparcialmente, / que el hombre es triste, tose y, sin embargo, / se complace en su pecho colorado; / que lo único que hace es componerse / de días; / que es lóbrego mamífero y se peina...”. Entonces, todo es lo que parece: un desenfrenado volteo para desenterrar el cadáver que somos. Y todavía con la capacidad intacta de resistencia, de no sucumbir y embellecer el empeño en ser como en Poemas humanos. Obra póstuma de César Vallejo, paria lírico que destila el sabor agraz del vocablo revolucionario –entiéndase este adjetivo en lo puramente renovador de lo lingüístico. En lo ideológico, que cada cual queme su uniforme- y del que el poeta mexicano José Emilio Pacheco hizo encontrarse con Luis Cernuda, “(…) Aquí por estas calles de miseria / (tan semejante a México) / César Vallejo anduvo fornicó deliró / y escribió algunos versos. / Ahora sí lo imitan veneran / y es “un orgullo para el Continente” / En vida lo patearon escupieron / lo mataron de hambre y de tristeza. / Dijo Cernuda que ningún país / ha soportado a sus poetas vivos (…)”. Este desembarco de ausencias que es la poesía constituye ese vivac, que a la intemperie se quiebra con el canto del gallo. Al alba el latido de un hombre nuevo nos parece más real.
EL POETA PERUANO CON SU DENTELLADA HUMANISTA reafirma el propósito firme para con ese hombre, “(…) le hago una seña, / viene, / y le doy un abrazo, emocionado. / ¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...”. Sí, emocionado. Y, entonces, uno recuerda aquellos versos lorquianos donde la renuncia afirma la trascendencia de lo verosímil, en tanto en cuanto el silencio es, en la mayoría de las ocasiones, el mejor poema. Por eso, “No quise. / No quise decirte nada. / Vi en tus ojos / dos arbolitos locos”.