Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Doce hombres sin piedad

 “Cuando una cosa se convierte en costumbre, siempre está a mucha distancia de la verdad de los hechos”                     

Willian Faulkner

Una de estas pasadas noches, cuando mis ojos me rogaban dejar de leer y releer, decidí volver a disfrutar de esa ejemplar joya clásica del cine titulada Doce hombres sin piedad, basada en una obra de teatro de Reginal Rose y llevada al cine con magistral y sobria dirección por Sidney Lumet. Cuentan la inmensa sorpresa para el autor al verla desfilar por las pantallas del Séptimo Arte. Es la tercera o cuarta vez que la saboreé y, seguro, no será la última. La primera fue a finales de los cincuenta y ya me produjo un fuerte impacto por su planteamiento, teniendo en cuenta que este país, cada día menos nuestro, vivía más triste que contento bajo una dictadura donde un absoluto caudillo todopoderoso “por la gracia de Dios”, aura en las monedas del Banco de España. Desde la soledad de la lucecita que proyectaba la lámpara de la mesa de su despacho en El Pardo se mantenía vigía severo, permanente vigilante de Occidente y, a la par, firmar las penas de muerte sin justos juicios. Eran los “delitos” por pensar de forma distinta a la impuesta por la espada, la cruz y el palio, protección de la regordeta figura, la de voz atiplada y raquítico discurso.

Sería curioso saber, pero esto es difícil de averiguar, cuántos jóvenes conocen este film cuando gallardamente los ministros conservadores intentan cambiar leyes con la intención de hacernos volver al poco deseado pasado, rechazado por una gran mayoría de la ciudadanía española. La película tiene como protagonista central a un imponente Henry Fonda. Transcurre en la gran ciudad de Nueva York donde doce hombres han sido elegidos y convocados, para formar parte de un jurado que tiene que dictaminar su veredicto sobre un joven puertorriqueño, del sector marginado de la sociedad, considerado por el fiscal culpable de haber matado a su padre de una puñalada. El egoísmo individual, el racismo y los problemas personales que parecen dominar a la mayoría de los componentes del jurado, a medida que exponen sus criterios van creando una atmósfera irrespirable e incluso violenta en algunos momentos.

Hace calor en la sala donde tienen que deliberar para tomar la decisión. El fiscal lo considera culpable, la defensa, que es de oficio, no ha mostrado el interés debido por el caso, ya se sabe como es esto en un inmenso país donde el asesinato “cotidiano” desde hace muchos años es pan de cada día. Para la mayoría de los miembros del jurado haber sido elegidos es un verdadero fastidio, les sacan de la obligaciones en la que transcurren vidas y hábitos, sus circunstancias particulares, las miserias de la andadura diaria... Uno de los miembros espera terminar pronto, tiene partido de pelota dentro de unas horas. Otro esconde la tragedia de un hijo que ha abandonado el hogar por no poder soportarlo. Un dueño de tres garajes exige prisa porque considera que tiene el negocio abandonado. Todo por un tipo como este, un simple inmigrante.

Este es el transcurrir general de los miembros del jurado, menos uno, los demás lo consideran culpable y desean despachar pronto. Por lo cual conviene resolver lo más urgente posible el asunto y cada mochuelo a su olivo, que este tipo de gente que nos llegan de fuera ya se sabe como son. Parecen no ser conscientes que se está jugando y juzgando con la vida de un ser humano. El depender de unos criterios subjetivos y egoístas donde todo un sistema democrático queda en cuestión, pues nadie se considera responsable. Estos once hombres sin piedad pueden multiplicarse en una sociedad compleja, donde muchos esconden sus fracasos en el racismo o la aparente pulcritud acomodaticia de su existencia. Pero, en este caso, uno de ellos considera que el caso es necesario analizarlo y discutirlo con minuciosidad, sin prisas. De aquí la importancia que alguien, aunque sea consciente que está en aplastante minoría, levante la mano y diga: “Un momento, vamos a ver”

Los criterios enfrentados se suceden entre los componentes del jurado, discuten pero no obstante, a medida que se avanza en los planteamientos surgen fisuras y, sobre algunos miembros del jurado flota la duda ante los bosquejos de quien sin pretenderlo, es consciente de su responsabilidad. Es el primer protagonista para discernir la culpabilidad. Se inician las votaciones, va disminuyendo el grupo que condena al presunto asesino según el fiscal. Se alteran los criterios unos tras otros con impulsivos enfrentamientos, hasta que los partidarios de una presunta inocencia se convierten en mayoría. El sereno defensor del acusado que ha asumido el papel de protagonista destacado ha provocado el debate gracias a su tesón y astucia, mostrando cómo la democracia en una sociedad libre permite pensar por cuenta propia y con responsabilidad, es decir, negándose a ser un alienado “políticamente correcto, rutinario”. Pero, ¿cuánto esfuerzo supone que esta responsabilidad ciudadana adquiera mayoría en la sociedad actual, acaso no lo estamos viviendo? Esta obra magistral logra mostrarnos, que no se debe eludir el compromiso de ciudadano, por eso llama a la conciencia sobre los juicios sin piedad de las dictaduras donde gallardas transformaciones de las leyes pueden falsificar la verdadera democracia.

 

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