Formo parte del selecto y cada vez más reducido cero coma cero dos por ciento de españoles que no ven los documentales de La 2. Ni siquiera para dormir la siesta. No porque dude de sus facultades soporíferas, sino porque apenas veo la televisión. Ya, con algunos informativos, tengo mi dosis diaria de tontería humana, manteniendo mi mala leche en unos niveles aceptables. Le juro que lo he intentado, varias veces. He intentado asumir su tolerancia, pues me aseguraron que su consumo habitual garantizaba un estado de placer perpetuo mediante el adormecimiento del cerebro racional. Me hablaron de un subidón, de viajes a mundos desconocidos, a vidas inalcanzables; me hablaron de quedar deslumbrado por espectáculos maravillosos, de conocer pícaros multimillonarios y vendedores de sueños imposibles.
Subjetivas promesas al margen, la televisión fue un gran invento, extraordinario y revolucionario, desde luego; pero, como casi todo invento, tiene sus dos caras. De esta forma, un excelente instrumento de comunicación, información, cultura, diversión y entretenimiento se convierte, en determinadas ocasiones —más de las deseables—, en algo despreciable e insoportable a base de una programación chapucera, bajuna, inútil y desvergonzada. Como somos personas sociales, a la cuales les gusta estar bien documentadas —o más o menos—, sabe perfectamente de lo que le estoy hablando, o escribiendo. Bueno, la documentación y también ese deporte tan apreciado y extendido que es el zapeo. Cómo nos gusta, de vez en cuando, tirarnos unos minutos en el sofá, mando en la mano, y cambiar de canal con hábil y gozosa frecuencia.
Sea tal o cual, el caso es que pronto me embriaga una amarga desilusión porque la bazofia vomitiva que generalmente emiten de la mañana a la noche, pasando por la tarde, me provoca unas horribles náuseas, obligándome a cortar el suministro para poder recuperarme. Y no sé lo que es peor, si los shows matutinos de variedades, los circos vespertinos repletos de los más variados géneros del bien vivir del cuento, de lo mejorcito de cada casa, aquellos que nunca han dado un palo al agua, cuyo único sacrificio sería levantarse antes de las doce del mediodía; si los espacios en los cuales explotan a niños, riéndoles sus gracias infantiles por mero afán de entretenimiento, cuando deberían estar divirtiéndose con algún deporte, aprendiendo inglés y francés —para cuando tengan que emigrar— o leyendo a los hermanos Grimm; o si las parodias en las que se buscan talentos en todas las variedades de las artes escénicas para un mercado saturado de la oferta. Por poner algunos ejemplos.
Hasta dónde puede rebajarse el ingenio humano es algo que todavía puede sorprendernos. En mi opinión, en España no existe fondo. En esto, podemos superarnos, sin apenas esfuerzo. En esta superación es pieza clave el espectador. Su activa cooperación fomenta la vergonzosa programación, desaprovechando —como solo en España sabemos hacerlo— un medio tan útil como es la televisión. El espectador es cómplice de tanta infamia. Manteniendo los niveles de audiencia, legitima la emisión de la ignorancia en abierto, alimenta su propia estupidez, exime de responsabilidad a las cadenas —éstas tardan poco en eliminar de su parrilla los fracasos—, engorda las cuentas corrientes en paraísos fiscales de estafadores, canallas a tanto el grito e inanes buscavidas. Porque ésta es otra. A mí, particularmente, me resulta bochornoso —pese a todo— que una pandilla de malnacidos analfabetos ejerzan de famosos, subsistiendo de la alcahuetería, ejemplificando un canon social de erróneo seguimiento. Figurines de poses estudiadas, a quienes alimentamos sin atisbo de rubor. Aunque, oiga, estos especímenes tampoco es que tengan culpa, ya lo he matizado más arriba. Cada cual es libre de ganarse la vida como pueda, o le dejan. Si el público le paga por cotillear, cotilleos dará. Igual, si demanda una buena pelea en directo o exponer ante la concurrencia las miserias de la legítima o el legítimo de turno, con quien ha compartido el tálamo durante diez años, con pelos y humedades —no sé si se ha percatado de la estupidez del retruécano—; o, mucho mejor indudablemente, si el tal es un ligue de una noche que ha conocido en una fiesta loca. Ya me comprende, de los que aquí te pillo, aquí te mato. Y remato, si se tercia.
La mayor oferta de canales debería optimizar la calidad televisiva. Y tal vez sería así si la mencionada oferta entendiera el significado exacto del término “calidad”. Y si la intencionada incultura española diera al menos para apagar la televisión cuando se inicia la licuación del cerebro.
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