Entro en la farmacia, dispuesto a comprar un producto habitual. Es un producto costoso, considerando la relación entre la cantidad en venta y el precio de la misma, pero no deja de ser un producto farmacéutico, por lo que es necesario y habrá que pagarlo… Qué remedio.
El caso es que me acerco a la estantería en la que se ponen a disposición los productos de la gama y no termino de localizar el que busco. No es que aparezca el clásico hueco en el anaquel, en paciente espera para ser repuesto; directamente, no está el producto. Husmeo por la zona, cual sabueso en aras de hallar su preciada presa, sin éxito alguno. Contrariado, me dirijo a la auxiliar, quien me atiende con mucha amabilidad, le expongo la situación y le pregunto por el producto en cuestión. Tras un vistazo por el radio de acción del laboratorio fabricante, me confirma que el producto interesado, que llevaba, al menos, diez años consumiendo (quizá quince), ya no se fabrica. Me rasco la barbilla, doblemente contrariado, ahora. Se trata, en definitiva, de un producto que empleo con frecuencia diaria, así que suplico a la auxiliar posibles alternativos. Vuelve a echar un vistazo, decidiéndose por otro de la marca, aunque surge un problema: «Éste es women», me advierte, solícita. «Pero yo no soy women», le señalo, cordial. Entiéndaseme, si el fabricante ha distinguido la producción por sexos, se deberá a un apartado químico que se nos podrá escapar a la mayoría de los mortales, no se vaya a achacar a los jefazos de la empresa sesgos discriminatorios muy condenables; mucho menos, se vaya a achacar a mi persona. Paréntesis aclaratorio, imprescindible en este contexto histórico-social o político-social o histórico-político que nos ha tocado vivir, la auxiliar me sonríe, comprensiva, y restituye el descartado. Tercer vistazo a las baldas, concienzudo. Entonces, se inclina, lleva a cabo una nueva selección y se yergue, victoriosa. «Éste es nuevo, le servirá», me asegura, profesional. Me muestra un bote, en efecto, del mismo laboratorio productor, aunque de inferior tamaño, en consonancia con una inferior cantidad. Me dejo arrastrar por la corriente de la evolución farmacológica, me encojo de hombros y confío en el buen criterio de la auxiliar que, cumplidora, procura satisfacer mi demanda. Como no podía ser de otra forma, al pasar por caja, se corrobora el incremento en la proporción inversa entre cantidad y precio. Para mi desgracia, ante una cantidad inferior, el precio es mayor. Comienzo a usar el nuevo producto alternativo, pues, y al poco compruebo que no siendo un producto del todo malo, no resulta igualmente eficaz. La acción no es la que venía causando el original, aquél que durante tantos años sí me sirvió con honor. No era mi producto tradicional, el de toda la vida. Y no es que, a lo largo del tiempo, se mantuviera inalterable. Se fue adaptando a las circunstancias, a las renovaciones, al progreso. Sin embargo, siempre conservó su utilidad. Este nuevo producto, en cambio, adolece de las virtudes que deberían acreditar tanto su coste como las mejoras que se le suponen dimanantes de los avances científicos… No es de tal modo.
Desde casa, tranquilo, relajado, la curiosa anécdota me conduce a reflexionar sobre la particular experiencia, concluyendo que, en definitiva, no se ha tratado de un suceso aislado, sino de una tendencia que se remonta a un puñado de años. Es posible que se haya percatado, perspicaz lector, es posible que no sea una paranoia mía: nuestros productos de toda la vida ya no son nuestros productos de toda la vida.
No me refiero, aunque también me refiera, por ejemplo, a esa cantidad y cantidad de productos alimenticios que bombardean con azúcares y edulcorantes, para suplir los conservantes, agradar los paladares de los consumidores y fomentar su adicción (condición para su adquisición masiva), ocultando, con esa pátina de dulzor, la ínfima categoría y dudosa composición del producto. Me refiero a que nuestro perfume ya no hule o dura lo mismo impregnado en nuestra piel, a que nuestra harina ya no elabora nuestro mismo bizcocho, a que nuestro pan ya no sabe lo mismo emborrachado con nuestras salsas, a que nuestra crema ya no hidrata lo mismo nuestra piel, a que nuestro café ya no deja el mismo poso en nuestra boca, a que nuestra mantequilla ya no unta lo mismo nuestra tostada…
Ya no son los nuestros, los que acostumbrábamos a disfrutar, aprovechar o manejar. Tal vez sea un tema vinculado al ahorro de costes de producción, a la par que aumentan los beneficios, tal vez sea un tema que hunda sus raíces en la naturaleza de las materias primas, tal vez sea un tema relacionado con la variación en los niveles de tolerancia, complacencia o necesidad… Tal vez todo sea meras elucubraciones alucinógenas por mi parte.