Entre que sí entre que no, Francisco Serrano se acomodó como Presidente de una República de concentración y, esperando a ver qué forma de gobierno nos cuadraba entonces, reinstauró la Constitución de 1869. Un texto que declaraba la Monarquía como poder constituido regía en una República sometida a una Dictadura. De locos. Fabricado en España, con certificado de calidad garantizado.
No obstante, como buen caballero, el viejo general cumplió. Pero, al subir al norte para atender la rebelión carlista —no dejaban de ser españoles y, por ende, tocapelotas—, su compañero de grado, el general Arsenio Martínez Campos, organizó un pronunciamiento en Sagunto favorable a la restauración de la monarquía con la dinastía borbónica, correspondiendo por suerte de nacimiento a don Alfonso de Borbón.
Como continuamente ha de haber alguien que realice el trabajo sucio, que se manche las manos, Martínez Campos quedó satisfecho imponiendo el camino, que de andarlo ya se encargarían otros. Antonio Cánovas del Castillo sería el llamado a configurar el sistema, y, el último día del año 1874, fue nombrado Presidente del Ministerio-Regencia, una especie de forma de gobierno andrógina… Compréndase, habiendo sido probadas tantas y tan variadas fórmulas, no habiéndonos contentado ninguna, el ingenio comenzaba a doblegarse, deprimido por un pueblo que jamás se sintió como tal, porque por encima de la comunidad siempre estuvo —y está— el individuo, y su falo sancionando decretos propios y ajenos, cual tampón flácido.
El caso es que, en España, el año 1875 se presentó con Alfonso XII en el Trono, y arribó con energía, pues pacificó las tensiones políticas del llamado «Sexenio Revolucionario», puso fin a las Guerras Carlistas, calmó a los cubanos y, en aquello que interesa a este Historismo, se acomodó a la convocatoria de Cortes Constituyentes.
La Constitución de 1876 nunca tuvo por objetivo superar a su predecesora. Ni siquiera quedar a su altura. Alfonso XII no era Amadeo I. No aceptaría la imposición de una Constitución, ni pasar por el experimento democrático de años antes. Así, la de 1876 se configuró a la medida de las prominentes patillas reales. La soberanía era compartida entre el Rey y las Cortes (bicamerales), al igual que las funciones legislativas, concediéndole al Rey derecho de veto; el catálogo de derechos y libertades era interesante, aunque limitado por la legislación ordinaria; los miembros del Congreso eran elegidos por sufragio directo y los del Senado, directamente por el Rey; mientras que los jueces habían de pasar por oposiciones —ja, ja, para partirse el pecho, o el culo estudiando, salvo disponibilidad de padrino—; el Consejo de Ministros nombrados y separados por el Rey seguía diluido entre el articulado constitucional; imperaba el centralismo, con Ayuntamientos y Diputaciones bajo la vigilancia del Gobierno; y el Estado, como su buen Rey —y como Dios mandaba, o manda—, profesaba la confesión católica, si bien, nacida con vocación magnánima, toleraba las religiones que no atentasen contra ella.
La Constitución de 1876 supuso un retroceso en las aspiraciones de liderazgo democrático europeo. En lugar de corregir los errores y persistir avanzando, se prefirió hacer una limpieza general, un borrón y cuenta nueva que nos devolvió a un régimen obsoleto, atávico, muy propio de nuestro afán de involución, muy propio de nuestra preferencia por el paso atrás. Puesto que, recuperando el símil inicial, en vez de afrontar la senda, mirando hacia delante, superando los obstáculos, el español siempre prefirió deshacer lo andado, aferrarse a la seguridad de lo conocido. Y sin embargo… o precisamente por ello, esta Constitución fue, y continúa siendo, la más duradera de nuestra Historia: mantuvo su vigencia hasta el golpe de estado del general Miguel Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923. Cuarenta y siete años. Por tanto, no todo en ella fue malo. De hecho, permitió al sucesor, Alfonso XIII, con el poder otorgado, defender la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial y gestionar la meritoria Oficina Pro Cautivos.
A partir de aquí, el lector paciente que haya seguido con amabilidad las once entregas publicadas hasta ahora, comprenderá que su elemento esencial es el constitucionalismo. Que la Historia no compete a este Historismo, sino por virtud de las diversas constituciones que en España han sido. Que, por respeto a los principios fundamentales del reino que el menda firmante teclea con cada capítulo, me veo en la obligación de dar un salto en el tiempo.
Honorablemente, me desentiendo, por consiguiente, de la repentina muerte de Alfonso XII —víctima de la tuberculosis—, del turno bipartidista, de la regencia de María Cristina, del reinado de Alfonso XIII, del «Desastre del 98» o de la Gran Guerra, entre otras lindezas varias de la humanidad. Sea el protagonismo para los historiadores, y resérvese al historicista la venia para reanudar su labor con la Dictadura de Primo de Rivera y la consecuente actitud reprochable del Monarca. Sea en el capítulo duodécimo. Y amén.
Julián Valle Rivas.
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