En los últimos tiempos me viene sucediendo una extraña novedad, un incidente peculiar en mi tortuosa biografía, carnicería de avatares y delicuescencias, bazar de biliosos incidentes de la malignidad: he dejado de atender a las declaraciones de los políticos, sea en directo, sea por indirecta y sesgada vía de un medio de comunicación. Ni siquiera en aquellas dicharacheras épocas, de las que sigo sin apiadarme y continúo sin perdonar, había alcanzado tamaños extremos de desdén. Un pasotismo descalibrado convergente hacia una raza o etnia desacreditada por su propia vileza.
Sería capaz de dar la fecha exacta, no porque la fidelidad de mi memoria esté cubierta de adamantium, sino porque la anoté, cual día de la infamia, como los estadounidenses… perdón, los americanos anotaron la del bombardeo a Pearl Harbor. Fue el 16 de julio de 2019, aquel día en el que la decadencia política llegó al punto que concedió a un personaje tan histriónico como Gabriel Rufián el beneficio de la sensatez. No juraría que la cita sea literal, aunque, con aguerridos arrestos, me atrevo a entrecomillar aquel «a nosotros se nos vota y a nosotros se nos paga para aportar soluciones, no problemas». ¡Oh, cuánta grandeza moral!, ¡cuánta nobleza política!, ¡cuantísima magnitud ética! Desde Cicerón y Julio César hasta Antonio Cánovas y Manuel Azaña, todos los maestros del ditirambo público representativo aplaudieron recostaditos en sus paradisíacos retiros capitolinos, celestiales o aquellos que a cada cual correspondan, con lagrimones de admiración y alegría deslizándose ineluctables por las mejillas… ¡Ah, malditos críticos de la comedia del arte que tachabais al insigne Rufián de impúdico infiltrado! ¡Ah, depravados mequetrefes que, en vuestros barridos de diletantes quebrados por la envidia, recogisteis bajo apolilladas alfombras de arpillera a tan preclara mente estadista! ¡Ah, detestables cobardes que perdisteis la esperanza en el esplendor de una nueva generación política!
El caso es que dejar el terreno limpito y allanadito para que Gabriel Rufián lanzara la hipócrita frase, aparentando ser el caballero andante de la política que, por supuesto, ni fue ni es ni será jamás, se convirtió, aquel día de julio, en la gota que colmó mi paciencia. Un Sánchez soberbio, sibilino hasta la médula, potentado del absolutismo en el poder. Un Iglesias maculado, mancillado, seducido por las ventajas y la comodidad del sistema contra el que prometió luchar. Un Garzón vergonzoso, metamorfoseado en un símil de perrillo que se sienta, obediente, junto a su amo, esperando el próximo movimiento. Un Casado anquilosado, sin pizca de carácter ni destreza política alguna. Y un Rivera apopléjico y decepcionante, sin posicionamiento ni criterio, sumido por el desprecio al interés general en aras de una inadmisible afinidad.
Luego está, claro, su indocto o iletrado nivel intelectual, y la facilidad con la que se vanaglorian de ello; el bochornoso descaro con el que pretenden salir del paso. Nos ha tocado, sin duda, la generación política más inculta de la historia, con independencia de la edad, pues la tontura no conoce de periodos de gestación fetal. Por una parte, los jóvenes herederos de un sistema educativo aniquilado; por otra, los maduros arribistas que aguardaron en el zaguán del edificio estatal a la espera de que se abriera la puerta de entrada. La miríada de doctorados plagiados, nacidos del efecto del básico corta y pega informático, podría considerarse apostilla anecdótica u ocioso folletín decimonónico, comparada con la gravedad del decrépito grado de conocimientos que se puede extraer de todos ellos, tras un fácil cálculo de medias. La simpleza de sus exposiciones, la pobreza de su vocabulario, la fragilidad de su sintaxis, la incoherencia de sus conclusiones, la discontinuidad o desconexión secuencial de sus razonamientos, la nulidad de sus dotes críticas denotan esa inexistencia de unas bases sólidas, forjadas en una acerada formación cultural, en una instrucción ilustrada de saberes, a partir de las cuales desarrollar la personalidad política tendente al buen gobierno. Cierto es que el mensaje ha de extenderse a una variedad de votantes, entre quienes se encuentran aquellos para los que la enseñanza nunca fue, o no pudo ser, una opción o una prioridad. Sin embargo, el votante no es imbécil, pese a los esfuerzos por aborregarlo. O quizá lo sea, viendo cómo muchos jalean y acunan a unos figurantes en interminable precampaña.
La infantiloide actitud de toda la camarilla gubernamental o con aspiraciones de serlo, el conjunto de chiquillos de patio de colegio, bajunos y analfabetos, que no ha estado a la altura del mandato de consenso emitido por las urnas, que no ha puesto la voluntad necesaria para lograr el acuerdo, que lleva una y otra vez al electorado a repetir los comicios, cual día de la marmota, hasta que el resultado sea el deseado por ellos. Ese maquiavélico grupúsculo de ambiciosos delusorios, insaciables de la mezquindad y amantes de la rusticidad, dejó de merecer, entonces, mi atención. Porque, no sé usted, pero yo, sinceramente, tengo mejores cosas que hacer.