Pero las brumas del tiempo que se deslizaron a lo largo del siglo XVIII no sólo cubrieron de miope nebulosidad la figura de algún rey, sino que también extraviaron de la Historia tan relevantes acontecimientos como el imprescindible auxilio de España a la colonias norteamericanas en su guerra de independencia contra Gran Bretaña, sin la cual no les habría sido posible la victoria, pasaje que bien merece título aparte, o la incorporación de La Luisiana al Reino de España, logrando su mayor expansión territorial en un movimiento desde la anexión de la Corona de Portugal, con todos sus territorios, durante el reinado de Felipe II, en 1580.
Por el Tratado de París de 1763, España integró como provincia un territorio que dista mucho de lo que conocemos hoy. En aquella época, La Luisiana (nombre dado por los franceses en honor a su rey Luis XIV) ocupaba unos dos millones doscientos mil kilómetros cuadrados del continente americano (¡más de cuatro veces la España de nuestros días!), con fronteras aproximadas entre la margen derecha del río Misisipi y las Montañas Rocosas, de este a oeste, y desde la frontera de los Grandes Lagos hasta el golfo de México, de norte a sur… Aunque sería conveniente ir por partes.
La firma del Tratado de Aquisgrán en 1748 puso fin a la Guerra de Sucesión austriaca (1740-1748), que tuvo por causa principal (o excusa principal, en estos asuntos nunca se sabe) la oposición de los reinos de Francia y Prusia y del Electorado de Baviera a que María Teresa de Austria sucediera a su padre Carlos VI (el Archiduque Carlos de Austria) al frente del Sacro Imperio Romano Germánico y los reinos de Hungría y Bohemia. O, precisamente, que una mujer se erigiera como emperatriz. La enemistad con Francia colocó a Gran Bretaña del lado de María Teresa. España, que tenía pugnas coloniales y comerciales con Gran Bretaña desde 1739, con la famosa Guerra del Asiento o de la Oreja de Jenkins (esto también da para otro título), y a raíz de uno de los interesados Pactos de Familia, no le quedó otra que adherirse al bando opositor liderado por Francia. El caso es que la cosa terminó con el citado acuerdo de Aquisgrán, por el cual se reconoció a María Teresa como archiduquesa de Austria y reina de Hungría, así como se convino la restitución del estado anterior a la guerra; de modo que los territorios conquistados fueran devueltos a sus titulares originales, salvo Silesia, que fue cedida a Prusia. El resultado en los continentes americano y asiático fue que España revalidó con Gran Bretaña el asiento (permiso comercial) para un barco mercante al año hacia la América española y Francia recuperó Luisburgo (en Canadá), a cambio de entregar Madrás (en India) a los británicos.
Poco duró la paz. María Teresa I inició la campaña para recuperar Silesia, provocando de nuevo la reacción de Francia y Gran Bretaña y la Guerra de los Siete Años (1756-1763), con su correspondiente reflejo en las zonas coloniales de Asia y América del Norte (adviértase que los rifirrafes anglo-franceses venían siendo cotidianos, por el control del comercio de pieles en el valle del río Ohio y la pesca marítima en Terranova, a lo que se le sumó que Francia delinease una zona de influencia a base de fuertes construidos desde los Grandes Lagos a Nueva Orleans). Justo en los albores de esta guerra, entre mayo y junio de 1756, la Batalla de Menorca enfrentó a Francia y Gran Bretaña por el domino de la isla (en manos británicas desde el Tratado de Utrecht de 1713). Rendidos los británicos el 29 de junio, Menorca pasó al poder francés. Con la promesa de entregarle Menorca y mucho mentar los Pactos de Familia, Francia requirió la entrada de España en la guerra, a lo que el rey Fernando VI se negó con rotundidad. Parece que incluso Gran Bretaña lo tentó hacia su bando con la compensación de Gibraltar. Sería tras el fallecimiento del Fernando VI y dándose la guerra ya por perdida para Francia, cuando España, en 1762, se uniría… al bando perdedor.
Lo cierto es que a Gran Bretaña le interesaba sobremanera la entrada de España en liza, pues (ya lo adelanté en un artículo anterior) llevaba varios años afanada en reconstruir su flota naval, aspiración, por supuesto, contraproducente para las ambiciones británicas. En este sentido, Gran Bretaña aplicó un principio primario: lo que no se conseguía por las buenas, de seguro se conseguiría por las malas. Y empezó a provocar (arte genuinamente británico). Tomó La Habana, invadió Filipinas, apoderándose de Manila (y gracias a la resistencia de Simón de Anda, ahí quedó), e inició una incursión por el Río de la Plata; enclaves, todos, administrativos y comerciales de vital transcendencia. Y claro, Carlos III, quien estaba tan tranquilo dibujando planos para readaptar el estercolero inmundo que entonces era Madrid, en medio del disfrute de la neutralidad pergeñada por su hermano y empujado por el tercero de los Pactos de Familia, se vio abocado a declarar la guerra, aliándose con el bando francés, muy al final ya, insisto, y con todo perdido.
Sin embargo, avasallado por el espacio, contengo la tecla y le emplazo, paciente lector, a la siguiente entrega. Sea.