Enciendes la radio cada mañana, o la televisión, y el periodista de turno da paso al político de permanencia, quien siempre habla de la crisis en pretérito, si te apuran, en pretérito pluscuamperfecto. Sí. Tú estás ahí, lavándote los dientes, mirando tu reflejo en el espejo, el pelo alborotado, los ojos entornados por la luz, hinchados por el reciente divorcio del sueño, la boca superada por la espuma del dentífrico; cuando recibes el verbo conjugado en pasado, recubierto con una chocolateada capa de adverbios temporales que lo hacen (al verbo) más empalagoso, de esos verbos que, al cabo, te provocan acidez o ardor, de los que no terminan de digerirse bien. En ese instante, pese a la señalada hinchazón, la cual se te ha extendido por todo el rostro, observas cómo se dibuja una liviana mueca de desazón en la imagen devuelta por el espejo… No, no es desazón, tampoco resignación, o decepción… Plantado ante esa desproporcionada masa hinchada, lo que comienzas a ver es tu careto de imbécil, de redomado gilipollas… Y es rabia, la mueca de la que has sido testigo ha sido de rabia. Una furia visceral que te anima a gritar un hijos de la gran puta, un hijos de la grandísima puta fuerte, alto, potente, puesto que te toman tanto por idiota que no puedes contemplar otra cosa ante el espejo; y sientes un deseo irrefrenable de golpear ese careto de soplagaitas, zas, un puñetazo directo al centro de la geta.
Pero no lo haces, no te desahogas, te contienes, y sigues ahí, ras, ras, moviendo el cepillo dentro de tu boca, sofocada por el borbollón humectante del dentífrico, de arriba abajo, de dentro afuera, de izquierda a derecha. Te dominas porque acabas de ver, antes que a esa faz estúpida, a tu esposa, o esposo, y a tus hijos, aún pequeños, o adolescentes. Así que escupes los restos del dentífrico y te enjuagas, ahora sí, resignado.
Sabes, y lo sabes porque lo vives, porque obtienes la información de primera mano, porque hablas con tus vecinos y amigos, porque lo sufre algún miembro de tu familia; sabes que todavía hay personas que no pueden costearse una vivienda o sufragar los consumos de luz y agua; que luchan contra el desahucio; que están obligados a acudir a organizaciones caritativas para comer; que precisan la ayuda de sus padres y abuelos, pensionistas a quienes se les ha arrojado unos despojos injustos; que hay hombres y mujeres, en torno a los cincuenta años de edad, expatriados del mercado laboral; salarios inferiores al mínimo; jóvenes sobrecualificados, quienes dedicaron años y destinaron dinero, miles de euros, público y privado (inversión familiar, por lo general), para el estudio, empleados en trabajos radicalmente distintos a aquellos para los cuales se prepararon.
Piensas en todo esto al tiempo que te encaminas hacia tu curro, a ganarte ese sueldo mileurista, de subsistencia, que, junto con el de tu esposo o esposa (a ella le pagan menos), no da más allá que para comer y cubrir, medianamente, los gastos de vestido, techo y energía, sin lujos, tenso frente a los imprevistos. Que no hablen, entonces, de la crisis en pretérito, o en pluscuamperfecto, cuando sube la electricidad, el combustible, el transporte, la vivienda, la alimentación, los impuestos (o se inventan nuevos)…; mientras los sueldos se mantienen estancados, mientras los millonarios continúan incrementando su patrimonio. Comprendes, sí, que la recuperación exija la sujeción de los salarios, y que los servicios públicos requieran de impuestos. Sin embargo, suben exorbitadamente precios y tributos, aunque no los salarios…, y no sabes de dónde más vas a recortar; existe poco de lo que te puedas privar en ese nivel de subsistencia, o de lo que se pueda privar tu familia, tu esposa o esposo y tus hijos.
Piensas en el panorama dirigiéndote a tu faena de supervivencia, y rezas… Joder, sí, rezas, maldita sea; creas o no creas, rezas. Y no rezas por ti, rezas por los tuyos, por que les vayan bien las cosas, pues tu vida no vale nada, comparada con la de ellos. No rezas para que les toque la lotería, claro, qué más quisieran; rezas para que no les surja ningún percance grave, para que perpetúen su situación, para que puedan aguantar, tirando del carro, con los escasos medios disponibles, para que puedan simplemente vivir, y no sobrevenga otro crac que, asumida la imposibilidad de ahorrar, los noquee. Rezas por una vida un poco más fácil. ¿Por qué la vida no es un poco más fácil?… Cuidado, no fácil, como quienes viven del cuento o de un inmerecido, absurdo, paradójico o ilógico pastizal de billetes; sino un poco más fácil, un poco más tranquila.
Apostado ya en tu puesto de trabajo, rezas por última vez, sabiendo que sólo puedes contar día por día.