Hay muchas formas de valentía. En el último programa de la temporada de Salvados, Jordi Évole entrevistó a un hombre valiente. Iñaki Rekarte fue jefe del comando Santander de ETA, participó en un asesinato en su pueblo natal, Irún, y él mismo, con diecinueve años, apretó el botón que hizo explotar un coche bomba, matando a tres personas en Santander. Tres civiles muertos en un atentado que tenía por objetivo a la Policía Nacional. Al poco, fue detenido y condenado. Pasó veintidós años en prisión, al obtener la libertad en noviembre de 2013, tras la derogación de la llamada doctrina Parot. Durante su estancia en prisión, conoció a una gaditana con quien se casó. Tiene un hijo.
Su valentía, al menos la que trato de exponer a lo largo de estas líneas, no radica en su pertenencia a la banda terrorista ETA, ni a su participación activa en las injustificables e inexcusables acciones criminales, las cuales no dejan de ser meros actos de villana cobardía. Su valentía reside en el hecho de salir en los medios de comunicación, declarando su arrepentimiento. Exponerse al público, contando con semejante biografía a sus espaldas, y reconocer su error, y lo salvaje, cruel y mezquino de su comportamiento. Arrepentirse de sus brutales e irracionales actos, y pedir perdón, aun sabiendo que el perdón no es suficiente, que nada —mucho menos una petición de indulgencia— devolverá la vida a los seres amados arrebatados a sus familias, ni aliviará el dolor de la pérdida, ni borrará la brutalidad de su pasado. Que siempre será el etarra que asesinó, repartiendo pena sin misericordia. Aquél que desgarró a seres humanos, desgarrándose, a pesar de que él no fuera capaz de percibirlo todavía, a sí mismo.
Era joven, declaró, y ser de ETA era ser un héroe en la comunidad, con familias y curas, en sus casas e iglesias, acogiéndolos y arropándolos. Era ignorante. Era, en definitiva, un joven estúpido, haciendo estupideces extremas e intolerables. «Un joven inmaduro», aclaró, que se dejó arrastrar por el entorno y las circunstancias, bajo la consigna de Matad todo lo que podáis. Matar y pasar media vida en prisión para nada. Actos infames contaminando aspiraciones legítimas. Para enamorarse de una gaditana y tener un hijo de idéntica vecindad. «Y qué orgullo», concluyó. Porque Rekarte podía haber salido de la cárcel como otros, entre albricias y homenajes, aunque callados como putas. Pero «¿qué pensará tu hijo de ti?». Rekarte habló y sigue hablando. Reconociendo una lucidez que, por desgracia, le llegó tarde y del peor modo.
Habrá quien considere que veintidós años de talego es poca cosa en comparación con su delito, con tres muertes y lo añadido. Habrá quien considere que merecía pasar el resto de sus días en prisión, o merecía ser ejecutado —reinstaurándose previamente la pena capital, claro—. Morir sufriendo, poco a poco; o, simplemente, morir. Con ello se reclama justicia. Sin embargo, esto no es justicia, es venganza. Resulta natural, instintivo, que el dolor llame a la venganza, lo cual debe contenerse con civismo. En un mundo civilizado, en una sociedad avanzada, las reacciones espontáneas, tomadas en caliente, no suelen ser aconsejables. Son impulsos que derrumban todo lo logrado, y son una victoria para los agresores: poniéndonos a su altura, nos convierten en ellos. Además, no podemos exigir a otros aquello que nosotros no nos atrevemos a hacer. O sea, no es consecuente pedir que el Estado mate, para sosegar nuestro ánimo afligido. Las reglas son las que son. Transgredirlas implica sanción. La sociedad convive sujeta a una suerte de contrato (contrato social) aceptado, y estamos obligados a cumplirlo, como esencia de la paz social.
Veintidós años de trullo es condena dura. Muy dura. Es factible indignarse y criticar cuando se goza de los dones de la libertad (expresión, movimiento, elección). No saben lo que supone ver pasar los días confinados en un espacio limitado, sometidos a reglas estrictas, amenazados por los peligros, rodeados de una población que condensa lo mejorcito de cada casa. O sin contar con los vecinos. La sola circunstancia de quedar privados de libertad, día tras día, más de veinte años, testigos del propio envejecimiento y el de los seres queridos, a quienes ven cuando los visitan, a través de una mampara, o donde les sean controlados gestos y desplazamientos, es condena notable. Agravada por la penitencia de la culpa, que es vitalicia.
Ciertamente, existen personas que no merecen el vocablo. Sin moral ni conciencia. Enfermos y canallas. Personas irrecuperables. Frente a ellas, un alto porcentaje de los reclusos pueden ser recuperados, reinsertados en la sociedad, cada cual cargando con sus fantasmas, sus remordimientos. Y ésta es la mayor derrota para la barbarie.
Comentarios
estoy de acuerdo contigo
Julián: Estoy de acuerdo contigo. Si otros no tuvieron corazón, no podemos ser como lo fueron ellos. Hay que estar dispuestos a acoger a quien pide perdón porque todos necesitamos perdón en alguna ocasión de la vida (o en muchas). Efectivamente, hay justicias que en realidad son venganzas. La ley del Talión fue justa hace muchos milenios, cuando lo que se servía eran cosas peores. Pero no es ese el caso del mundo de hoy, o no debería serlo. El sentimiento de culpa de haber asesinado a tres seres humanos ya es de por si una verdadera penitencia para quien esté arrepentido. Permitamos que los pocos que se arrepientan puedan dedicar lo que les quede de vida a hacer todo el bien que puedan para contrarrestar el mal que hicieron. Me ha gustado tu artículo. No se si serás cristiano, pero el perdón que se trasluce en tu artículo es algo que no existía antes de la llegada del cristianismo. Sería lamentable que en el siglo XXI volviéramos a la barbarie anterior. Un abrazo. Antonio Moya
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