Me preguntan dónde anda, y es verdad que últimamente no me sale la poesía. Si empiezo a escribir en verso mis rutas acaban siempre en el mismo rincón. Pero sí quiero sentir la métrica del mundo que habito y que me habita, y por eso salgo al campo para empaparme con la lírica del paisaje natural. Y he descubierto que me encantan todos los matices de verdes y pardos que visten los árboles y los suelos de la tierra.
Me deleito imaginando las texturas de los troncos y las hojas.
Me fascina comprobar la cantidad de seres minúsculos que pueden convivir en una planta, un grandioso y diminuto ecosistema.
Disfruto observando el recorrido de las ramas, y la generosidad con la que acogen a las aves y les dan sustento.
Siempre me asaltan unas ganas incontenibles de saltar y trepar por ellas y de instalarme allí definitivamente, a vivir y alimentarme solamente de la dicha de la contemplación. Toda la vida, toda, con su significado de tan hondo misterio, parece germinar, florecer, madurar y extenderse allí. Y ahí parece también nacer una fuente invisible donde la poesía nunca para de manar.