Conozco personas que, con un fatalismo irracional, sostienen que no tienen fe, pero que les gustaría creer.
Quisiera abordar esta cuestión y otras parecidas relativas a la fe en este Año de la Fe convocado por Benedicto XVI en la Iglesia Universal con ocasión de cincuenta aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II.
Me parece que lo primero que deberíamos ver, brevísimamente, es el mecanismo de la fe, es decir, en que consiste creer.
La fe es ante todo una obediencia. Sí, una obediencia; no me he equivocado al expresarme. La fe es la obediencia del hombre que se fía plenamente de Dios y acoge su Verdad porque está garantizada por Dios mismo, que es la Verdad. Quizá en los tiempos que corren haya tanto descreído, no porque la Verdad de Dios ofrezca dificultades para adherirse a ella, sino porque hay muchos que se dejan llevar de la soberbia, la cual les lleva directamente a la desobediencia. Y la fe es obediencia.
Pero ¿cuál es el mecanismo de la fe? Yo lo explico a mi manera, pero creo que se me entenderá.
Podemos decir que el alma humana tiene tres facultades: inteligencia, voluntad y corazón. Las tres “trabajan” en el acto de fe.
Ante todo tenemos una Verdad de fe, que es de Dios, y que, a través de la Iglesia nos propone a nuestra inteligencia. Para que haya obediencia debe la voluntad adherirse a esa Verdad de fe, debe moverse la voluntad. Pero la voluntad debe ser movida por lo bueno, por el bien. ¿Quién o qué mueve la voluntad para que esta vea como buena esa Verdad de fe? Hemos de responder que el corazón. Es el corazón el que mueve la voluntad. Pero… ¿Quién mueve el corazón? Aquí la respuesta es trascendental: al corazón lo mueve la gracia de Dios. Por eso dice el Papa en su Carta Apostólica Porta Fidei que “el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia, que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo”.
Más adelante, en ese mismo documento, recuerda el Papa que “el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios”.
Quería detenerme en esa observación: el corazón, auténtico sagrario de la persona. Verdaderamente ahí hay un misterio. Nadie puede sondear en el corazón de ninguna persona, salvo Dios. Solo Dios sabe qué existe en lo más profundo del corazón de cada cual. De ahí que los demás debamos presumir la inocencia de otros, de ahí que no debamos juzgar a nadie, y menos para acusar a nadie en concreto. Solo Dios sabe qué es lo que hay en ese sagrario de la persona de cada uno que es su corazón. Por eso Dios, al final de nuestra vida nos juzgará acerca de lo que hemos guardado en nuestro corazón. De ahí esa frase de la Escritura en la que se sintetiza lo que Dios quiere de cada uno de nosotros: “Dame, hijo mío, tu corazón”. Si le entregamos a Dios el corazón, se lo hemos entregado todo, nuestra misma persona.
Por eso, cuando la gracia de Dios mueve el corazón para que este mueva a la voluntad a creer, el corazón se ve interpelado en lo más íntimo. Nadie lo notará, nadie le pedirá cuentas. Solo Dios es espectador de esa decisión del corazón: o dejarse mover por la gracia de Dios o resistirse a Dios, rechazar a Dios. Ahí entra en juego otro misterio: la libertad humana, por la cual podemos amar la gracia de Dios que se nos ofrece o por el contrario, rechazarla. Todo eso ocurre en el interior de ese sagrario llamado corazón en cuyo interior solo penetra Dios, pero respetando nuestra libertad.
Todo esto que digo nos lleva a entender que el asunto de la fe no es un asunto intelectual, como pretenden algunos de los que dicen que no tienen fe, sino un asunto más bien moral, ético, porque es un asunto de adherirse a un bien. En muchos de los que dicen no tener fe es además un asunto de pereza. No es que no tengan fe. La gracia de Dios no les ha faltado, sin embargo llevan sin practicarla desde hace mucho tiempo hasta haberla oscurecido, de modo que a la vuelta de tanto tiempo sin practicarla confunden la falta de práctica—la cuestión moral—con una ausencia de fe, lo cual es absurdo porque Dios es inmutable y la gracia que otorgó antaño la mantiene siempre y las Verdades que nos propone creer, nos las propone permanentemente.
Por eso, en el citado documento Porta Fidei, el Papa se expresa diciendo que “la fe solo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios”.
La fe se fortalece creyendo. Quien tiene la gracia de Dios fortalece su fe dejándose llevar por esa gracia. Quien, teniendo fe, no la practica, es como si acumulara un montón de basura encima de esa fe. La conclusión no es que no tenga fe, sino que debe quitar toda esa basura que hay encima para que aparezca la fe.
Pero hagamos otra pregunta todavía. Hemos dicho que la gracia de Dios es la que mueve el corazón. De acuerdo que lo más terrible del mundo es un corazón que, en su intimidad más íntima, rechaza la gracia de Dios. Cabe pensar que el destino de ese hombre es sin duda el Infierno. Es más, para ese hombre el Infierno ya ha empezado en esta tierra aunque los horrores del Infierno vengan tras la muerte. Sin embargo, aquí viene la pregunta: ¿Qué pasa si ese corazón no es movido por la gracia?
Si esto sucediera, habría hombres exentos de la obligación de creer. El nudo gordiano está en saber si los ateos son todos los que están y están todos los que son. Es decir, si todos los que se dicen ateos lo son sinceramente o en el sagrario de su corazón pasa una cosa—que perciben la gracia de Dios—y aparentan otra. Es decir, si mienten o no. Lo que pasa por el corazón de estos señores es una cuestión altamente seria en la que a ellos les va su destino eterno, algo gravísimo, nada baladí.
Partamos de la base de que Dios da su gracia libremente a quien quiere y de que en principio, podría no darla a unos cuantos. Pero no olvidemos algunas frases del Evangelio en las que se ve por dónde anda el Señor en esta materia. Concretamente, en la primera epístola a Timoteo, en el versículo 2,4, el Señor, por medio de San Pablo nos recuerda que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”. También en el Evangelio de San Mateo 28,19, poco antes de su Ascensión, el Señor dijo a sus discípulos: “id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
La llamada a la santidad es universal. La Redención obrada por Jesucristo es universal. No hay ser humano por quien no haya muerto Jesucristo. La Redención alcanza a todos. La gracia sobrenatural de Dios alcanza a todos.
Lo que podría ser que no alcanzase a todos es la fe católica, en principio y por ahora. Quiero decir que esa gracia de Dios puede tener varias formas y puede ser—no lo sabemos—que Dios no tenga previsto dar la fe católica en este momento de la historia a todos los hombres del planeta. Pero no obstante, si no la fe católica, sí la gracia suficiente como para que cada hombre pueda, de la manera que Dios espera de él, entregarle su corazón a Dios, de la manera que solo Dios sabe y como se lo pida a él y que solo el interesado conoce en el interior de su corazón.
Llegados a este punto hay otra cuestión que debemos plantearnos, y no pequeña. Me refiero al discernimiento: ¿cómo sé yo que Dios me da su gracia para que abrace la fe católica? ¿no padeceré sugestión? ¿no padeceré escrúpulos?
En principio esta cuestión se debe plantear con sentido común. Teniendo en cuenta que estamos ante una cuestión gravísima de la que pende el destino eterno de nuestra misma persona y en la que no nos podemos permitir el más mínimo error, hemos de actuar como los calculistas de estructuras. Recuerdo mis años de estudiante de arquitectura en los que calculábamos estructuras de hormigón y acero. Siempre manejábamos coeficientes de seguridad, mayores en el hormigón que en el acero por cuanto el acero era un material más elaborado de fábrica y estaba menos sujeto a sorpresas. Ahora bien, donde se empleaban coeficientes de seguridad descomunales era en geotecnia y cimientos porque ahí las sorpresas podían ser mayores y el comportamiento de los suelos era más desconocido que el del hormigón y el acero. La frase más oída en las clases de estructuras era la de que “hay que ir del lado de la seguridad”.
Pues bien, cuando se trata de nuestro destino eterno, hay que ir del lado de la seguridad. Si alguien tiene duda sobre si ha oído o no la voz de Dios en el fondo de su corazón, lo sensato es que presuma que la ha oído y actúe como tal, porque actuando así lo hace a favor de la seguridad, aunque padezca algo de sordera, y porque actuando así no se le van a producir sino bienes en su vida, porque obrando según la Verdad es imposible que le vaya mal en la vida. A estas razones que vengo dando añadiré una de peso, tomada de las palabras del Señor a Nicodemo, recogidas en el Evangelio de San Juan 3, 21, y en las que el Señor dice que “quien obra la Verdad, viene a la luz, de manera que quede de manifiesto que sus obras han sido hechas según Dios”
Ahí está la respuesta: quien obra la Verdad, viene a la luz. O lo que es equivalente, que quien obra como si tuviera fe, termina creyendo de verdad. No solo, como decíamos antes, que la fe crece y se fortalece creyendo, sino que incluso el que no tiene fe y actúa como creyente, Dios termina dándole la fe católica, la gracia en su corazón para creer, porque quien obra como si tuviera fe, sus obras son según Dios, y Dios lo llama a la luz.
Para obrar la Verdad, aunque todavía no se tenga la fe, hace falta algo esencial: la sinceridad de corazón. El Papa Benedicto XVI, en la citada Carta Porta Fidei dice lo siguiente: “Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico preámbulo de la fe porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios”.
Resumiendo: Aún el que no ha recibido esa gracia que mueve su corazón a abrazar la fe católica, una mínima sinceridad interior debe llevarle a buscar a Dios y a obrar en la Verdad. Volvemos a tropezarnos con el corazón, ese sagrario impenetrable en el que reside la persona, totalmente ignoto para los demás…, pero no para Dios. Hay que ser sincero, pero sincero de verdad. Podrá aparentarse ante los demás hombres que se busca sinceramente a Dios, pero solo Dios sabe si esa sinceridad es verdadera. Como dice Benedicto XVI, citando a San Agustín, en la Carta Porta Fidei, “la misma razón del hombre lleva inscrita la exigencia de lo que vale y permanece siempre. Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido”.
Es decir, que podría plantearse una última pregunta: ¿Y quien mueve mi corazón, si no es la gracia la que lo mueve, para que al menos busque sinceramente la Verdad? La respuesta nos la acaba de recordar el Papa: la naturaleza humana, nuestra condición de seres humanos. No se puede ser humano sin verse impelido hacia la Verdad.
Me parece que muchos de los que, a la ligera, van haciendo alarde de ateísmo se están metiendo en un no pequeño laberinto, muy desagradable por cierto. Mejor dicho, ya se han metido, y nada bueno les ha de deparar ese voluntarismo irracional. Y aunque los frutos actuales que sacan de esa actitud no son nada envidiables, lo peor para ellos está por venir. El secreto para cambiar el rumbo se resume en una palabra: sinceridad de corazón. Y una buena dosis de humildad.
Antonio Moya Somolinos
Arquitecto
Añadir nuevo comentario