Vamos con la segunda. (como decía Cafrune: “pa dentro”). A simple vista comer y beber es algo parecido, porque en definitiva es alimentarse. Pero no es lo mismo, porque el que no come, se muere de hambre, y en cuanto al beber, no conozco a nadie que se haya emborrachado de pan, pero sí de vino. Bueno, sí, hace años en las páginas de sucesos leí la noticia de una señora que se había muerto por un atracón de polvorones en plenas Navidades. La mujer se tragó nada menos que cuatro kilos, que le pegaron un rebote de azúcar que la mandaron a la otra barriada de un modo expeditivo.
Dejando aparte estas consideraciones fisiológicas y necrológicas, y yendo al sentir general que tiene el beber, podemos decir que dar de comer al hambriento es algo a nivel básico, mientras que dar de beber al sediento está a un nivel más avanzado por cuanto comer está en un plano de primera necesidad, pero beber suena a más “superfluo”, aunque no es ese el sentido exacto de esta obra de misericordia, porque el dar de beber supone dar algo más que la materialidad de un líquido, ya que el beber lleva aparejado cierto placer al degustar la bebida, y ese regalo al paladar (que incluso lo tiene el agua) es un signo que expresa algo más profundo, y un plus sobre lo que es dar de comer.
Cuando quedamos con algún amigo o amiga para charlar, parece un contrasentido hacerlo a palo seco. La amistad con un café o una caña por delante, parece que es más amistad. Hay cosas que no se dicen bien si no es con un vaso de lo que sea por delante. Invitar a alguien a nuestra casa y no ofrecerle algo de beber, es inconcebible. Y a los más amigos, les ofrecemos las bebidas mejores que atesoramos. Ya lo dice el refrán: “Al enemigo, ni agua”.
Pero no necesariamente debe haber por medio bebidas caras. Lo importante es el gesto de “dar de beber”, que puede ser simple agua, verdadero tesoro para quien tiene sed, valoradísimo por Nuestro Señor cuando asegura que no quedará sin recompensa, porque por encima del valor económico del líquido ofrecido está nuestra propia dedicación a ese hermano, nuestro propio tiempo, que es lo mismo que decir nuestra propia vida, ya que el ser humano es tiempo, y entregar al prójimo nuestro tiempo es entregarle nuestra propia existencia. Y el que da de beber al sediento, no solo le da de beber, sino que él mismo se está dando a su prójimo, olvidándose durante ese ofrecimiento de sus ocupaciones personales, de sus intereses, de sus horarios, de sus quehaceres, etc. Y está teniendo tiempo solo para dedicárselo a quien está dando de beber.
Esta obra de misericordia nos enseña que no solo de pan vive el hombre, sino también del cariño, del amor, materializado en la bebida. No solo necesitamos alimentarnos materialmente, sino de los dones espirituales de los demás. Con esta obra de misericordia Jesucristo nos dice que tenemos que hacer amigos, no por instrumentalizar la amistad, sino porque la amistad es un bien en si misma, porque es gozar del cariño de los demás y sobre todo es gozar queriéndoles. Hay que beber con los demás, porque ello nos lleva a quererles. Dar de beber al sediento, beber con el prójimo, es un signo de hospitalidad, de tener interés por él, de compartir nuestra vida con él. Entiendo perfectamente que el Señor, a instancias de su Madre, que es Madre nuestra, organizara una sonora borrachera en las bodas de Caná al tener la ocurrencia de transformar nada más y nada menos que 600 litros de agua en un vino acojonante que hizo olvidar a los invitados el vino peleón con el que habían agarrado la medio cogorza que tenían hasta ese momento para pasar a tener una cogorza monumental, esto es, como Dios manda. Si había que poner toda la carne en el asador para fomentar la hospitalidad, por parte del Señor y de la Virgen no quedó: Seiscientos litros de vino para fomentar la amistad. Ni uno ni dos; seiscientos, que como decía Benedicto XVI, lo característico de Dios es la superabundancia.
La sed no es solo una sensación fisiológica, es una imagen del anhelo. Jesús no dijo a la samaritana “tengo hambre”, sino “dame de beber” (Jn. 4, 7), porque el Señor, que también es humano, no buscaba solo llenar la panza, sino encontrar acogida después de una larga caminata por aquellos parajes. También es cierto que solo unos minutos después de hacer esta petición, él mismo le revela a la samaritana el hondo sentido del amor de Dios al decirle que “todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le de, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le de se convertirá en él en fuente de agua que brota hasta la vida eterna (Jn. 4, 13-14).
Quizá alguien se haya preguntado alguna vez “cual” es esa agua de Cristo y qué quiere decir que “brota hasta la vida eterna”, sobre todo teniendo en cuenta que la sed es, como hemos dicho, “anhelo”. ¿Cuál es ese “agua” de Cristo que, sabiéndolo o no, anhelamos?
El “agua” de Cristo es sencillamente su Espíritu, su amor, porque el hombre, lo sepa o no, anhela el amor de Cristo, está sediento del amor de Cristo, del Espíritu de Cristo, porque solo Dios sacia todos los anhelos del corazón humano, también del corazón de la samaritana, que no había quedado saciada en su corazón a pesar de haber disfrutado del amor de 5 maridos y de tener novio en ese momento (por cierto, me niego a interpretar este pasaje como hacen no pocos, que tienden a ver en la samaritana una especie de putorra calientapollas o insaciable ninfómana que no quería más que follar; quien lea con atención el evangelio de San Juan verá que de su lectura y del contexto no se deduce eso ni mucho menos, pudiéndose interpretar perfectamente en el sentido de que la samaritana era ya una chica algo mayorcita que había enviudado 5 veces y que por su modo de ser, amable, y probablemente porque a pesar de los años estaría hecha un bombón, le había salido con toda justicia un sexto novio con el que hacía proyecto de casarse. Además era una chica sensible a lo divino, pues cuando Cristo le demuestra conocer su situación sentimental sin haberla conocido antes, ella enseguida interpreta eso atribuyendo a Dios el poder que acababa de ver en Cristo, pues le dice “Señor, veo que eres profeta”, y cuando ella y Jesús terminan la conversación, ella “dejó su cántaro, fue a la ciudad y dijo a la gente: “venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho ¿no será este el Cristo?”. En una palabra, era una mujer tan sensible a las cosas de Dios que no necesitó que nadie le convenciera con veintemil sermones acerca de su responsabilidad apostólica, sino que inmediatamente de conocer a Cristo, dejó el cántaro y se puso a anunciar el evangelio como una necesidad imperiosa de su corazón. Se puede decir que en ella ya eran una realidad esas palabras que Cristo le había dirigido poco antes, pues de su corazón ya brotaba el amor de Cristo como agua viva que salta hasta la vida eterna. En una palabra y para resumir este largo inciso, que la samaritana era una tipa acojonante, que se la rifaban todos los del pueblo y que habían tenido que esperar uno tras otro a que se muriera el anterior para tener la fortuna de casarse con ella. En definitiva, era lo que hoy podríamos decir una verdadera “chica de oro”. En el evangelio, en modo alguno dice, ni directa ni indirectamente, que practicara la poliandria, el concubinato, el adulterio o la infidelidad matrimonial; quien piense eso, me parece que anda con músicas celestiales o malos pensamientos, propios de mentes enfermizas o retorcidas, incapaces de entender que una chica tenga tanto éxito en el amor, cuando el único secreto para ello lo tienen en el propio evangelio, en donde se ve que esta chica sabía amar. Fin del inciso).
Por si a alguien se le ha olvidado de lo que estábamos hablando, decíamos que Jesús le descubre a la samaritana un amor más saciante de los íntimos anhelos humanos que el amor humano del que había disfrutado a manos llenas la samaritana a lo largo de su vida. Y que ese amor es el Espíritu de Cristo, su Amor, con mayúscula.
¿Y por qué dice Cristo que esa agua “salta” hasta la vida eterna?
La respuesta es muy sencilla: Porque ese amor empieza en esta vida, pero es trascendente, es más fuerte que la muerte, no termina aquí, es eterno. Me parece muy, pero que muy sintomático que Cristo haya empleado esta expresión, “agua viva que salta hasta la vida eterna”, precisamente ante esta mujer, y no ante otras personas. Pienso que fue porque esta mujer estaba preparada para entender y acoger ese amor de Cristo instantáneamente, como así fue, porque sin duda era una mujer que sabía amar: el lenguaje del amor no se aprende con clases teóricas, se capta sin escuela previa por aquellos que saben amar.
La samaritana dio de beber al sediento. Jesús dio de beber a la sedienta. Hubo también otro momento en el que Jesús expresó su sed, su anhelo. Fue en la Cruz, cuando dijo “Tengo sed” (Jn. 19,28). Si en la primera sed la samaritana le trató con amor, en esta segunda ocasión, al Señor le trataron muy mal, porque no le dieron agua ni vino, sino un vinagre de mierda. En lugar de amor, le dieron odio e incomprensión, materializados en ese vinagre.
Sin embargo Jesús se lo tomó, y a continuación dijo también, como en Samaria, otras palabras proféticas: “Todo está cumplido”, e inmediatamente, tal y como dice San Juan, inclinando la cabeza, “entregó el espíritu” (Jn. 19,30), es decir, que hizo exactamente igual que en el encuentro con la samaritana, con la diferencia de que mientras esta le dio amor, en la Cruz le dieron odio, pero en uno y otro caso Jesús entregó el espíritu, entregó su Amor, en esta segunda ocasión de modo ya definitivo, para que ya no bebamos nosotros el amargo vinagre del odio, pues es Él quien se lo ha bebido, dejándonos a cambio su amor en el corazón, para que sea eso lo que administremos a los demás. Por eso, entiendo esas palabras del Papa cuando al dar una definición de lo que es un cristiano dice que “un cristiano es un hombre al que Cristo ha robado el corazón”, le ha dado un cambiazo y le ha quitado el vinagre poniéndole en su lugar un “agua que salta hasta la vida eterna”, que ni se seca ni se secará nunca. Por eso, lo peor que le puede pasar a un cristiano es tener el corazón seco, o lo que es lo mismo, “perder la primera caridad”, que es lo que les había pasado a los cristianos de Efeso cuando San Juan escribe el Apocalipsis.
Cuando el corazón está seco, de ahí no sale ese “agua”, y por tanto, se pasan las ocasiones de amar. Las ocasiones de amar no vuelven. O se ama en el momento en el que hay que amar, o la ocasión pasa. Puede ser que vengan otras. O no. Pero la que se desaprovechó, esa ya no vuelve porque no hay “agua” en el corazón.
Esto de dar de beber al sediento tiene mucha enjundia, porque hay que tener algo de beber que poder ofrecer. A palo seco, aquí no hay quien beba nada. Me parece que se me entiende.
Y además hay que dar de beber al sediento “en el momento oportuno”, esto es, cuando pasa a nuestro lado. Esto es caridad y misericordia. Cuando ya ha pasado el sediento y está a cientos de metros de nosotros, ya no vale perder el culo con un cántaro detrás de él, porque eso ya no es amor, sino compromiso; y para compromisos, los funerales de la campiña cordobesa, en los que desfilan miles de vecinos dando la cabezada delante de los familiares del finado, y luego no se queda a rezar por él en el funeral ni el gato. Cuando no se vive la caridad, resulta una burla grosera pasar lista antes del funeral para que le pongan a uno una equis.
Uno de los libros sapienciales nos recuerda que “hay un momento de amar”, aunque sea a quienes nos han tratado mal, es decir, quienes nos han ofrecido vinagre. Ese momento hay que aprovecharlo. Obrar así es obrar, no solo con misericordia, sino con fe, pues supondrá creer con obras que efectivamente esa fuente que salta hasta la vida eterna ya está dentro de nosotros (“el Reino de Dios está dentro de vosotros”) y que abastece a los demás. A la postre esto es lo único que vale, porque todas las cosas son pasajeras, pero como dice San Juan de la Cruz, “en el atardecer de la vida, te examinarán de amor”, de ese amor (de ese “agua”) que supimos ofrecer al prójimo en aquel preciso momento.