Volar, como en un sueño, por entre las múltiples y danzarinas notas musicales. Agitar las alas de la melodía y volar. Volar sobre la amalgama de los acordes y ejecutar una canción azul. Cantar pequeñas canciones que hicieron temblar a mi corazón de niño no sonriente. Canciones con las que disfrutaba, sin que nadie lo advirtiese, cercano como siempre a mi Philips de estuche.
Volar. Volar por los pentagramas de un primer cancionero: estela interminable de sonidos, caudal de los sentidos, la singladura en donde los vientos estremecen su silbido. La canción azul. Aquella canción recién salida del cascarón del dial y que inundaba de ilusiones mi pequeño corazón de niño no sonriente.
(Los dedos del pianista. El batería marcando en la caja. El hombre del contrabajo, de gafas. La Epiphone a mano alzada. Los metales apuntalando. Los dedos del pianista. El ritmo de los timbales. El contrabajo de base. El guitarrista eléctrico. Los brillantes metales).
Volar, como en un sueño, por entre las múltiples y danzarinas notas musicales. Agitar las alas de la melodía y volar. Volar sobre la amalgama de los acordes y ejecutar una canción azul. Volar, volar, volar… Volare.
(Texto extraído de mi libro “LA MARISMA”)