La encuentro mientras recorre uno de los pasillos del supermercado, y me fijo en ella por casualidad. Pelo de moldeador blanqueado por la edad, por ese transcurrir de las décadas que ha menguado un palmo su cuerpo. Iris nebulosos, cansados de testimonios. Rostro bañado de suaves surcos, que se contraen por momentos, cuando la boca fina y lineal se despliega en una mueca sincera, como activada por una imagen profunda, que aflora inesperada, rebelde. Anda encorvada, pausada, desdeñosa ante el frenético pulular del gentío que, de escaramuza, incursiona las cuadrículas del plano del local, a contrarreloj. Con una mano, se apoya en un bastón, el cual le permite asumir una seguridad en el paso; con la otra, empuja una cesta customizada con ruedecitas, en la que ha depositado un puñado de productos escogidos. Y quizá sea ese entrañable empujar, acompasado con el salto del bastón, armonioso golpe de contera contra la loza del suelo, tranquilo, consciente de que el objetivo de la compra es una cuestión de necesidad, no de tiempo (el tiempo ya no es una preocupación, sino un acompañante inevitable), lo que me ha generado una extraña sensación de simpatía. O puede que de tierno afecto.
Tal vez sea que la escena se me ha manifestado como un presagio de la que protagonizará mi propia madre dentro de unos cuantos años (¡muchos, vive Dios!). Tal vez sea que la escena me ha traído a la memoria el vívido recuerdo de mis abuelas.
Perdí a mis abuelos siendo muy niño. De mi abuelo paterno, que falleció cuando cumplí los dos años, ningún recuerdo conservo, una lástima. El caso de mi abuelo materno me resulta curioso, pues, a pesar de tener seis años cuando nos dejó, mi memoria apenas alcanza un par de instantáneas hurtadas al pretérito. La eterna figura enjuta de mi abuelo, lustrosa calvicie canosa y gafas de cristales oscurecidos con un suave tintado, sentada a la mesa camilla frente al televisor en una modesta silla del pequeño salón de su casa, pared medianera guardando sus espaldas y paquete de Ducados a mano, del cual ha extraído el enésimo cigarro del día, que mantiene humeante entre los dedos, cerca de los labios, como si buscara ahorrar el trayecto en detrimento de un cenicero empachado, el perfil que se transforma en una cariñosa sonrisa, al delatarse la llegada de su hija y su pequeño nieto. U, hombre dado a distraer las horas con solitarias partidas de cartas, igualmente ha preservado mi memoria, como cristalizada por los estertores del olvido, una mañana incierta, tras haber pasado la noche en su hogar, despiertos mi abuelo y yo con las primeras luces del alba (¡o puede que yo, innato madrugador, lo despertara!), arrimados a la mesa camilla del saloncito, superando esa etapa del día, previa al desayuno, abonados a sucesivos juegos de cartas, refugiados en una bruma de volutas, hasta que mi abuelo se decide a levantarse, y lo observo cruzar la casa y adentrarse en el patio, tapizado de macetas, para desvanecerse entre la resplandeciente claridad descubierta. Después, mi abuelo no está. Y sólo queda una silla vacía, útil para dejar su impronta en la pared, y una baraja apilada sobre el anaquel de un mueble y un cenicero alunarado de quemaduras y un ambiente libertado de volutas. Y sólo queda la tristeza y el llanto y el dolor. Y las lágrimas de mi abuela, de mi madre y de sus hermanas. Y el enrojecimiento de sus ojos hinchados. Y el negro de sus vestidos. Pero también queda la esperanza. Queda la manita de un bebé aferrada a mi dedo, de mi hermano ajeno a la tragedia de la familia. Queda la ilusión de toda una vida por delante.
Sin embargo, mis abuelas, invitadas ilustres al discurrir de las épocas, sobrevivieron muchos años a sus maridos. Precisamente, mi abuela paterna, quien residía en nuestra misma calle, se mostró irreductible al hecho de encargarse en persona de la compra para su casa (vivía sola, aunque rodeada de hijos). Y, hasta que los achaques de la edad se lo impidieron, así lo hizo. Incluso, cuando le recomendaron su uso, con el soporte de su bastón, que mi abuela nunca llegó a emplearlo de un modo correcto, sirviéndole más como adorno que como ayuda para caminar. La veía, entonces, dirigirse hacia su tienda de barrio (no fue mujer de la modernez del supermercado), la de costumbre, pasitos oscilantes. Al coincidir con ella, la saludaba con un par de besos y me interesaba por su destino (destino que yo de sobras sabía), suerte de ofrecimiento que la buena mujer aprovechaba para desarrollar una de sus historias (su hijo le saldría clavadito), de esas que la vida acumula y amplía, de esas que, a los jóvenes, estúpidos e inconscientes, exasperan, para añorarlas, cuando es tarde, cuando echan de menos a las abuelas que les faltan. Sin desechar aconteceres presentes, malestares y debilidades ineluctables, por lo habitual, se trataban de historias pluscuamperfectas cotidianas, embriagadas de nostalgia. A veces, la pena se apoderaba de ella, cuando la evocación de los desaparecidos amargaba sus palabras y su lengua. Salvo cuando la pena era intensa en exceso, como ocurría con las hijas que se le murieron. Instantes que eran para ella, sólo para ella, y contenía muy dentro de sí, muy hondo, allí donde nadie fuera capaz de arrebatárselos. Y yo contemplaba cómo su mirada se iba, para extraviarse en aquellos parajes conquistados por la desgracia.
Carácter que, en este último aspecto de los silencios del pasado, aceptaba como suprema norma genérica mi abuela materna. O es posible que no. Es posible que ella prefiriera olvidar, para no sufrir o para centrarse en el futuro. Y esa mirada confundida entre la maleza de la pesadumbre y el quebranto se venciera ante recuerdos contra los que carecía de la fuerza necesaria para combatir. Porque nunca fue abuela de contar historias, de rememorar días vetustos o remotos, de compartir experiencias añejas; al menos, aquellas que nada bueno aportarían a las personas a las que quería. O es posible, claro, que yo no estuviera atento. O que la edad me haya disipado con vileza aquellos breves soplos que marcaron la existencia de mi abuela.
De cualquier manera, el acopio de años hizo de mis abuelas, como hace de todas las abuelas, privilegiadas cronistas, dignas de ser escuchadas con atención y veneración respetuosas. Y estoy convencido de que, sea cual sea el lugar donde ahora se hallen, estarán contando, orgullosas y dichosas, las historias de sus nietos a mis abuelos.