Somos amigos desde hace treinta años, cuando éramos unos pipiolos graníticos e introvertidos que poco o nada comprendían del disperso mundo al que solían adherirse los jóvenes de nuestra generación. Extraños en aquella esfera de exacerbada excentricidad que fueron los años noventa, convergimos rápidamente, con un cruce de miradas, en la aturdidora labor de sintonizar la frecuencia exacta de las ondas emitidas por la adolescencia sobrante de hormonas y carente de vivencias. Aunque lo cierto es que a él jamás le preocupó frecuentar la interferencia, congeniar con aquellas longitudes de ondas hertzianas desprogramadas o neutralizadas; la sana confianza en su personalidad individualizada y efervescente, pomposa de magnitudes desprejuiciadas y definidas en las tendencias de su naturaleza emancipada de la corriente continua, contratada por el común de la masa aborregada; mientras que yo, encasillado en una interrogación constante, por aquellos tiempos de formas rollizas y torponas, como ancladas a la gravedad terrestre, mi único anhelo era superar la incertidumbre de la ignorancia memorizando información como medio para rebasar las tinieblas de la barbarie y hacer realidad, ingenuo de mí, las ilusiones concebidas por una optimista creencia. Ya en aquella década de los noventa, soslayada de la niñez, él engullía literatura con la ansiedad del pecado capital, zampando páginas que su metabolismo púber mimetizaba hasta que la saturación obstruyó el proceso para ir inflando su corpachón con el dulzor de la semántica. Por el contrario, hechizado por la literatura cuando los manuales docentes no supieron satisfacer por completo mi curiosidad visceral, los libros me consumieron con la inclemencia de una adicción insana.
La vida, asaeteadora de caprichos, nos separó durante un lapso mohíno para reunirnos donde debía hacerlo, en el bienaventurado régimen de la Literatura, en la felicidad de la escritura, en la grata candidez del Arte. Ni fue ni es la nuestra una amistad de rondas nocturnas y tabernas nebulosas de efluvios alcohólicos, sino una amistad pergeñada por la conexión del interés ilustrado y la afinidad del antojo intelectual. Una amistad de epístolas y mensajes, de contacto regular (o irregular). Y juro por mi biblioteca galdosiana que no habrá ser humano ni divino capaz de impedirlo. Que pasarán otros treinta años, arrugados y encorvados de sostener libros, hallándose él glorificado en la academia de los escritores ilustres y yo arrumbado en las escombreras los escritores perseguidos por el infortunio y el fracaso, y se mantendrá nuestra amistad, anegada de parágrafos y sintagmas, sin faltar a la tradición semestral de la celebración de su nueva publicación, del fruto de la maravillosa prolificidad de su mente secuestrada por el verbo. Y que, silenciados por el sueño eterno, procuraré, de vez en cuando, escabullirme del limbo reservado a los escritores malditos por la indiferencia y el olvido, para adentrarme, embozado y aleve, un tanto amilanado, al paraíso de los escritores laureados por el clamor popular y el prodigio de las obras inmortales, para darle un abrazo y recordar vestigios anquilosados en la memoria.
Manuel Guerrero Cabrera ha sido galardonado con el IX Premio Alexandre Dumas de Novela Histórica por su obra La Estrella de la canción (M.A.R. Editor, 2024), segmento novelado de la biografía de la artista Estrellita Castro, que abarca desde sus inicios sevillanos, en 1921, hasta su llegada a Valencia, en 1936, gracias a la intermediación de Indalecio Prieto, Ministro de Marina y Aire… Y aquí me tiene, lector selecto, de celebración, como tecleara líneas arriba.
Pero aquél que se acerque al nuevo título guerrerense con ojos clandestinos a los convencionalismos de la composición novelística pronto descubrirá que lo que construye el autor, con la destreza de un docto en las palabras, es el guión novelado de la película sobre la juventud de Estrellita Castro, de ahí que fraccione la trama en tres partes, como tres son los actos normativos de un largometraje, de acuerdo con sendas etapas en la vida de la cantante: primeros pasos, consolidación y triunfo y Guerra Civil. Para conducir al lector durante la mayor parte del relato de la semblanza, se sirve Guerrero del personaje de Antonio, un joven vecino que se enamora de la voz antes que de la artista o que se enamora de la artista al escuchar el eco de su voz, la reverberación melodiosa de la canción de una tierna Estrellita de apenas trece años, instante en el cual Antonio se decidirá a luchar por su deseo (o quimera), por compartir la vida al lado de su amada. Lo hará con un amor incondicional y mesiánico, incluso con el dolor de comprender que un genio de la música, como genio per se, no puede quedar incrustado o empotrado en los férreos márgenes de una ortodoxa existencia marital o familiar, sino que ha de ser libre de tales hábitos elementales, pues únicamente debe comprometerse con su arte. Sin embargo, el pensamiento de Antonio se verá dominado por su amor hacia Estrellita, y la figura risueña y marmórea de la joven ninfa sevillana adumbrará cada una de sus acciones: su empeño en educarse y cultivarse, sus flirteos con aquellos movimientos subversivos de la época, su integración en la compañía de la cantante, la esperanza necesaria para superar los rigores y martirios de la guerra… Y es que sólo con amor se puede alcanzar una estrella.
Pululan, a través del libro, una sucesión de personajes históricos que Guerrero barniza con la laca de la novelización para interactuar con la remesa de ficticios en una conjunción dinámica y una narración sólida en la que prolifera un estilo narrativo ágil y directo, eficaz, y un lenguaje esbelto, sin tiranteces, a lo largo del cual la prosa fluye desembarazada de cualquier complejidad morfosintáctica; a la par, un vocabulario de precisión cuántica no desdeña su riqueza y uso pericial, confiriendo a la historia un desarrollo activo y enérgico, que evoluciona a medida que evolucionan los acontecimientos y los propios personajes, quienes van creciendo y madurando con el número de páginas. La eclosión, sin duda, se produce en la tercera parte de la novela (¡tercer acto de la película!), con los eventos de aquellos primeros meses de la Guerra Civil, que Guerrero sintetiza con las premisas del rigor y del respeto.
Rigor y respeto con los que Guerrero dibuja los fondos de murales sobre los que desliza las trayectorias de sus personajes, dotando a la narración de la atmósfera o de la ambientación adecuada para cada escena. Por momentos detallista, esos pasajes de minuciosidad y esos hechos contundentes indican el esfuerzo investigador del autor para elaborar la novela, histórica por méritos, sobre todo, en hemerotecas enlutadas de ácaros y de tintas rasgadas por la ancorca regalada por el transcurrir de los decenios.
Pura decisión creativa del escritor ha sido recurrir a determinados modos del habla popular, que gozan de explicación para un concreto giro de la trama, pudiendo desconcertar, pudiendo chocar, al lector más literario o clasicista (¡ah, vengo advirtiendo de que se trata de una película!), sin conseguir debilitar la portentosa novelización de un periodo de la vida de la famosa artista que es La Estrella de la canción, con la cual Manuel Guerrero demuestra su versatilidad y su talento, la razón de haberse convertido en un autor imprescindible en los anaqueles de las librerías.