Los lugares sin nombre son aquellos donde las emociones no tienen definición. Y, por consiguiente, aspiran a ser nombrados. Metáfora de invierno nos adentra en ese recóndito lugar en penumbra.
ATENDEMOS AL PAISAJE EN LA MEDIDA QUE EN ÉL no somos huella y tiempo. Nuestro tránsito es un viario celeste que gravita entre deseo y pérdida. Es un territorio que conforma la dimensión biográfica del ser humano en la revelación de cada paso. Es decir, la relación entre paisaje y memoria con la que se construye un espacio único y singular. Tamizado por la percepción subjetiva y transferido en el bagaje emocional que supone atravesarlo. “Invitar al paisaje a que venga a mi mano, / invitarlo a dudar de sí mismo, / darle a beber el sueño del abismo en la mano / espiral del cielo humano”. El poeta mejicano Carlos Pellicer declama ese sentir ufano que revierte en la apostura que mantengamos frente al paisaje. El paisaje es memoria, señala el novelista Julio Llamazares. Memoria de nuestro interior que, en ciertos casos, son “lugares sin nombre” que necesitan cierta mitología para reconvertir su aciago destino en generador sustrato a través del relieve del fondo: nombrar su existencia. Con ese propósito el viajero recompone su visión del mundo a sabiendas de la permanente huida en la que se halla. “La ciudad te seguirá donde quiera que vayas”. El impulso aleccionador de Constantino Kavafis nos habla de ese destino cosido a los pasos del fugitivo. Todos somos fugitivos de nuestra soledad.
METÁFORA DE INVIERNO –Ediciones Torremozas, 2016- es un itinerario íntimo y personal que adquiere en su recorrido la categoría de alegoría. Si bien el título nos puede invitar a reconocer sin dificultad el sentir que respira la obra, su lectura nos dispone hacia otros lugares del alma. Es una búsqueda incesante de esencia y profundidad. Y que concita al lector a detenerse y recomponerse sobre el propio texto que le interpela sutilmente “Cualquier paisaje es un estado del espíritu”. La introspección del escritor y filósofo suizo Henri-Frédéric Amiel incide en el canto que esta obra transfigura. Sin embargo no resta en trascendencia y es más ambiciosa: compone un gran poema intemporal que sacude el ritmo del tiempo e, incluso, lo detiene. Entonces el carácter alegórico de la obra se ve inclinado al sentido recto abandonando paulatinamente el figurado. En una segunda lectura esta sensación se hace más evidente y abre una tercera vía: la absolución y, con ella, la motivación en desandar la memoria enigmática que describe cautivadoramente. Liberar el aura de los recuerdos nos desarma y viste de levedad. En Metáfora de invierno la existencia recobra la belleza oculta que la vorágine postmodernista y tecnológica nos niega. Es un acto de resistencia con el que la autora afirma su posicionamiento a través de cuatro coordenadas geográfica: Francia, Marruecos, Italia y Portugal de las que se sirve para ahondar en el fondo de su biografía emocional. “Jamás un paisaje podrá ser idéntico a través de varios temperamentos de músicos, de pintor, de poeta. Cada paisaje se compone de una multitud de elementos esenciales, sin contar con los detalles más insignificantes, que, a veces, son los más significativos” Juan Ramón Jiménez establece el fiel de la balanza en la heterogeneidad artística de quienes se aproximan a un paisaje. Eso quiere decir que el paisaje acaba siendo en nosotros mismos y nos adentramos en él –en nosotros- para encontrarnos en la espesura pero también en la claridad.
ISABEL ROMERO APOSENTA EN SU VERSO MADUREZ Y FRESCURA. Sus poemas condensan un proceso de decantación acusado por el equilibrio y la ponderación pero también por ese saber decir con voz queda. Esa voz que imprime la urgencia de estimular otra sensibilidad desde el reposo. Por supuesto equidistante de lo que en su momento se denominó La otra sentimentalidad o La nueva sentimentalidad. La autora algaideña pliega su quehacer poético en cuatro latitudes a las que se acerca con la mochila a cuestas para apuntalar en cada paso el siguiente. Hace camino y pensamiento. Hace palabra y acción a modo de memorial. En este periplo viajero la entonación melancólica es rumor que acompaña este tránsito tan fecundo y rico en sencillez. “Es síntoma de inteligencia universal poder regalarse con varias bellezas” La afirmación del novelista argentino Roberto Arit nos encamina al descubrimiento de esta obra poética que, además, nos embriaga y seduce, “Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrío”. Dividida en cuatro partes que se identifican con los cuatro países ya citados, cada una de ellas tiene como pórtico una cita que lo antecede a título de invocación. Una especie de amuleto que nos cuelga del cuello antes de comenzar la andadura. Paul Valéry, Dino Campana, Abdellatif Laabi y Fernando Pessoa nos aprestan ante el camino. En el país galo una voz ardiente del pasado arrastra su memoria, “Donde permanecerán / todos los días compartidos / tras la frontera”. Italia con la voz dormida del amor que reaparece en la evocación, “Niebla escondida / en la Plaza de San Marcos, / tibios vuelos extendidos / sobre las aguas cerradas / del propio espejo”. El tiempo desmedido en su propio abatimiento y decadencia, Marruecos nos sumerge en una dimensión extraña, “Calles polvorientas / y gestos sin horarios, / rostros escondidos / tras el velo y el silencio, / viajeros sin prisa / perdidos en la paredes del tiempo”. Portugal es la etapa final, lugar que asoma con la presencia nítida de lo que no muere porque nos habita en la rememoración de lo que somos, “Porque son las páginas / que el tiempo no ha borrado / porque el camino tierno en común / aún permanece íntegro, / sostenido en la técnica / terapéutica del café de las cinco”.
LA IDENTIFICACIÓN ENTRE SIGNO Y RITO se halla en lo primigenio. Pero es “En el corazón del signo”, como expresara el poeta Francisco Basallote en la obra del mismo título de tan profunda hermosura y paradójico silencio, donde radica la experiencia única de condensar la materialización de la palabra, en el mapa mudo de las emociones. Isabel Romero se aproxima y las nombra con gentil aplomo y grácil vuelo. Apenas un toque de distinción, exenta de vanidad, en la estela que precisa la novelista, poetisa y ensayista Elena Poniatowska “Todos estamos -oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos”.