La lectura del clásico español no requiere de un acto de fe. La apetencia lectora es voraz a medida que los lectores se adentran en su universo, que no es otro que la España convulsa del siglo XIX.
PERSPECTIVA. La literatura contiene un único tiempo. Y este se ritualiza en la lectura. Esta simple ecuación no resuelve la incógnita. Más bien la hace más compleja a medida que nuestra pretensión de resolver el teorema se torna transparente. Parece contradictorio pero no lo es tanto cuando pensamos en aquella obra que nos convirtió para sí o dicho menos pretenciosamente nos gustó. El gusto alienta la memoria placentera a la que volvemos. Como ese rico helado de vainilla que solo encontramos en aquella heladería de siempre, donde los cucuruchos desprenden intenso aroma a canela y su textura resuena crujiente antes de fundirse en el paladar. Este sencillo gozo que saboreamos, lo es en lo literario con la transformación que experimentamos a través de memorias ajenas a la nuestra y a las que los libros nos invitan. Es curioso que no por menos lecturas que hayamos degustado en nuestra vida, una o algunas de ellas no haya dejado en nosotros ese regusto que sabemos donde encontrar. Porque la lectura de estas obras -nuestras obras- es un redescubrimiento permanente. Volver a ellas, releerlas, constituye un acto intemporal. El tiempo literario y el vital transcurren por cauces distintos. Sin embargo es el lector -viajero en el tiempo- quien puede zambullirse en ambas corrientes, bucear en el paisaje reconocible y recrearse en la dimensión familiar que nos propone la relectura. A ciencia cierta sabemos que acertaremos, que nos devolverá a ese momento inicial en que mantuvimos con ella nuestra primera relación. Como la de aquel primer amor que a pesar de los años y sucesos, cuando volvemos a él o nos lo encontramos por azar, nos pregunta por nuestra vida y que ha sido de ella. La interpelación de la literatura en primera persona lo es en cuanto indaga hasta saber que pensamiento mudo nos vive interiormente. Emilio Lledó con la sencillez rotunda que perfila en sus reflexiones, nos orienta hacia ese misterio, "Leemos los libros tanto como los libros nos leen.. Descubren cosas de nosotros mismos, nos escrutan". Y añadiría, nos reviven para el inconformismo que deviene de la reflexión y que requieren de su -nuestro- propio espacio y tiempo para precisamente reconocernos en su lectura.
VISIONES. La conmemoración del centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós ha aglutinado la publicación de diversas obras que han profundizado en diferentes aspectos de su acontecer biográfico. Desde el punto de vista literario cierta controversia suscitada por Javier Cercas sobre su calidad literaria, ha reverberado hasta encontrar respuesta en otros autores como Antonio Muñoz Molina o Mario Vargas Llosa, más recientemente. El argumentario esgrimido por unos y otros siendo atrayente conocerlo por la equidistancia sostenida, es discutible anteponerlo a la propia lectura de la obra galdosiana. Sobre todo porque a la enumeración de puntos de vista de cada cual, hay uno personal e intransferible al que se remiten y que no es otro que el propio gusto. Y digo esto porque el revisionismo -ya sea legítimo en su academicismo o peyorativo. Pocos abundan acertadamente como Clarín en la práctica de una crítica de la crítica- conlleva al ajuste de la realidad en otra realidad que contraviene el esfuerzo en corresponder desde la lectura a la literatura y su ejercicio de desentrañar lo que, bajo mi punto de vista, Rafael Chirbes señalaba oportunamente, "Eso es lo que te da la literatura. Esa cosa en apariencia inaprensible que es el espíritu de un tiempo, la atmósfera de un tiempo. Eso solo lo da la literatura". La afirmación del escritor valenciano fallecido en el año 2015, atiende a esa especial vinculación que le unía con el autor de los Episodios nacionales. Pero eludiendo este asunto no menor en cuanto a la visión que a mi parecer es la más afortunada -para el lector-, bien pudiera darnos las claves de la trascendencia de su quehacer. La transfiguración de las efemérides históricas en el imaginario colectivo distan de las costumbristas, pero estas indefectiblemente constituyen el telón de fondo de la intrahistoria que logra desmitificar a aquella -la historia- y la aposenta en el clima social de la que emerge en cada situación de crisis. Porque los Episodios nacionales son en suma apología de la modernidad. Eso sí, desde el distanciamiento preciso para retratar el ambiente de un tiempo. Es decir, el avance hacia la objetividad transversal de un relato único y crítico que recorre el siglo XIX español y arrastra consigo la actitud en la escritura, que siendo conciencia desencantada es compromiso de cometido mayor: la sed española del ser español. No como condición exclusiva nacional y sí humana en un territorio concreto. Personalmente me evoca a los Caprichos de Francisco de Goya y su primera gran serie de estampas en las que critica los "errores y vicios humanos", independientemente de su posicionamiento o responsabilidad social. Y cuyo santo y seña refiere en un fragmento del anuncio que publicó para su venta el 6 de febrero de 1799 en el Diario de Madrid, "La pintura (como la poesía) escoge en lo universal, lo que juzga más a propósito para sus fines; reúne en un solo personaje fantástico, circunstancias y caracteres que la naturaleza representa esparcidos en muchos y de esta combinación, ingeniosamente dispuesta, resulta aquella feliz imitación por la cual adquiere un buen artífice el título de inventor y no de copiante servil".
HACE CINCUENTA AÑOS la revista Cuadernos Hispanoamericanos editaba un magnífico monográfico sobre Pérez Galdos, que abarcaba tres números -250, 251 y 252-. Su director era José Antonio Maravall y Félix Grande ocupaba la jefatura de redacción. Antecedía a sus 797 páginas la cubierta que incluía una sanguina sobre papel barbado de Daniel Vázquez Díaz, fechada en el año 1915 y que desde el año 1988 se encuentra en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. El rostro severo, avejentado del autor canario es plasmado por el trazo del pintor onubense con ese matiz contemplativo que lo acompaño como fedatario de una época. Interesantísima publicación que aborda diferentes vertientes de su producción literaria y con la que los lectores pueden disfrutar de un recorrido no solo galdosiano, también del estilo fluyente en lo descriptivo y remansado en lo introspectivo e incluso yo diría que añorado, de aquellos autores e investigadores que lo integran como Francisco Ayala, Ricardo Gullón, Andrés Amorós, Leo J. Hoar Jr., Josette Blanquat, Carmen Bravo Villasante, Carlos Seco Serrano, Juan Pedro Quiñonero, Olga Kattan, entre otros muchos. Significo el ensayo titulado La universalidad de Galdós, de Salvador de Madariaga, en el que se expresa de esta manera, "Es uno de los novelistas que con mayor sencillez y espontaneidad, consiguen expresar y plasmar lo humano universal y permanente en lo humano local y temporal". Leer al autor de Miau es un gusto que trasciende y evoca lo que concretaba su amigo Clarín en la relación epistolar que mantuvieron. Así en la carta fechada el 8 de abril de 1884, una de las setenta que se conservan en el archivo de la Casa-Museo del autor en Las Palmas de Gran Canaria, escribe "(...) ha entendido o adivinado o lo que quiera que sea el quid humanum de que puede ser extracto el arte literario (...)".