Desconcierta, o por lo menos a mí me desconcierta, cómo en cada reivindicación, manifestación o reunión de protesta pública se enarbola la bandera republicana a modo de emblema o símbolo en pro de esos derechos cuya protección o exigencia se pretende. Será, estimo yo, consecuencia de una convicción inquebrantable en que la forma política que rige en nuestros días procede de un acto nulo, por lo cual, atendiendo a aquel clásico aforismo que dice quod nullum est, nullum producit effectum, o sea, lo que es nulo no produce ningún efecto -más o menos-, la monarquía parlamentaria es nula per se, al derivar de una dictadura que a su vez fue el corolario de una guerra civil, que a su vez resultó de un golpe ilegítimo contra un gobierno legítimo, el republicano. Entonces, ese golpe nulo causó efectos nulos, monarquía parlamentaria incluida. Una segunda posibilidad es que se aprecie la república como la forma democrática por excelencia. Democracia bien entendida (últimamente la palabra se ha empleado con excesiva gratuidad). El poder político ejercido por los ciudadanos. Marco inigualable de derechos para los mismos, descartando cualquier otro, como si la opción reivindicativa no se desarrollara públicamente gracias al catálogo de derechos concedido por la actual Constitución. Una tercera refuerza la condición simbólica, esgrimiendo la oposición a un gobierno, un estado o una situación injustos; clamando por lo contrario. Para el último lugar quedaría el siempre socorrido ánimo de fastidiar. Fastidiar a instituciones, organizaciones o colectivos, izando una bandera representativa de una forma de gobierno de la que no dimanan.
Sea cual sea la determinación, mi desconcierto es todavía mayor ante el hecho de que las pretensiones de un estado republicado hayan quedado en manos de las corrientes políticas de izquierda. Éstas son las únicas que abiertamente manifiestan sus preferencias. O son aquellas cuya voz mejor se oye, y las que realmente se preocupan por que así sea. Parece que el ala derecha de la política no halla entre sus filas ningún adepto a la república creíble. Y los habrá. Tendría que haberlos. Los hay en otros países. Los ha habido en España. Por quedarme en la Segunda República, Acción Popular, de Ángel Herrera Oria, por ejemplo, logró aglutinar más tarde varios partidos regionalistas de derechas, constituyendo la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), donde se alzó el liderazgo de José María Gil-Robles. Pero, actualmente, estas tendencias han quedado relegadas al ostracismo, quizá por desidia de sus integrantes, quizá por haber sido arrollados por la fuerza imponente del sector izquierdista, superior en presencia y medios, lo que, por otra parte, viene a ser lo natural: el poderoso se inclina a desplegarse a lo largo del máximo espectro posible. O puede que todo sea una secuela del periodo dictatorial, con el predominio que siempre tuvo la izquierda española contra el régimen.
Escenario que no ha de ser necesariamente bueno. La falta de consideración para con las sensibilidades de las facciones minoritarias -cuando esa sensibilidad no exhibe un despropósito, una quimera o un absurdo-, al tiempo provoca la debilidad y la rebelión. Perjudica más que beneficia. La Constitución de 1931, en el fondo, fue un fruto de escaso consenso. Trivializó las aspiraciones programáticas derechistas, humillándolas con un segundo plano.
En un contexto político-jurídico, la línea popular y demagógica adoptada por ciertas esferas públicas -o con notorio afán de publicidad- es propensa a confundir república con democracia y república con monarquía. O a no precisar los conceptos como debiera, contaminando su contenido o atolondrando a acólitos empedernidos. La democracia -lo tecleaba arriba- es una forma de gobierno en la cual los poderes políticos los ejercen los ciudadanos. En palabras constitucionales, la soberanía nacional reside del pueblo del que emanan los poderes del Estado. Una definición perfectamente aplicable a la república y a la monarquía parlamentaria, en cuanto impere en ellas la democracia. No en vano, son históricas las muestras de repúblicas dictatoriales o totalitarias y de monarquías absolutas. República y monarquía son formas de gobierno que, en sentido estricto, se diferencian tan sólo en el carácter electivo, y temporal o vitalicio, del Jefe del Estado, por lo demás las disparidades serán nimias, cuando no inexistentes. Por su parte, también se podría acotar una sutil distinción entre república y democracia, en la medida en que la república es el gobierno de la ley que se impone al frente; mientras que la democracia es el gobierno de la mayoría, directamente o a través de representantes, decidiendo sobre los criterios que conforman los pilares del Estado.
La izquierda republicana, todavía sin colaboración destacable de su derecha, puede seguir reclamado tal forma de gobierno. Hace bien… Ahora, lo de la bandera habría que replanteárselo, en consideración al entorno y a la materia a tratar, primero. Y por respeto siquiera a la forma política del Estado que concede el derecho y la libertad para emplearla.