Cuando llegué al acto de la presentación del libro, los dos poetas estaban sentados en una mesa de la terraza de la librería. La librería tenía servicio de cafetería y, aunque era buena idea la de acompañar una lectura con un refresco, una cerveza o un café, los dos poetas solamente consumían esta última bebida. Al verlos allí, pensé que el autor había conseguido dos apoyos muy importantes y exclamé –en mi pensamiento– con envidia que ojalá yo tuviera esos contactos, porque los dos poetas de los que hablo son, pese a tener unos pocos años más que yo, autores reconocidos, con premios importantes y con los medios a su favor con apariciones en los diarios locales y provinciales cada vez que participan en algún evento cultural o literario: por eso, cuando los llamo poetas, lo hago porque son poetas de verdad. Entre ellos no se hablaron en el rato que los observé. Los dos poetas estaban en silencio, miraban de reojo al interior de la librería y observaban a la gente que estaba por allí.
La presentación del libro comenzó, como suele ser habitual, entre cinco y diez minutos después de lo anunciado. El autor, a quien le tengo amistad, logró reunir a un grupo de casi cincuenta personas; la librería tuvo que colocar más sillas ante la llegada de más público y hubo quien se quedó en el pasillo al no poder acceder a la sala en la que se desarrollaba el acto. Para un sábado por la tarde, para la poesía, está muy bien. Yo le di la enhorabuena al autor.
Cuando salí del acto de la presentación del libro, los dos poetas seguían sentados en la misma mesa. No habían entrado, no habían asistido, no habían tenido siquiera la curiosidad de saber qué libro había congregado a bastante gente un sábado por la tarde en un sitio que no era un bar. Los dos poetas no se habían interesado por un acto poético, aunque habían estado a menos de cien metros de él. Los dos poetas.