No hará demasiado, quien estos renglones torcidos suscribe, sin fiscalización divina alguna, intercambió unas impresiones breves y rápidas, de batalla o de guerrilla, con su amigo y vecino de página Manuel Guerrero acerca del estilo narrativo en la novela actual. Cómo la novela se ha dejado seducir, o pervertir, por la rapidez en la narración; cómo prescinde de los elementos descriptivos, concediendo al lector de turno absoluta libertad para imaginar o idealizar escenas y personajes; y cómo acude a recursos en el lenguaje impropios del género y del medio, que, encima, son valorados o aceptados o asumidos con naturalidad por el lector… Y qué quiere que le diga, o le teclee, todo ello me colma de tristeza.
Al cabo, es normal, en cierta manera. La narrativa, como muchos otros aspectos, ha ido variando o evolucionando, según épocas, lo que no deja de resumirse en una cuestión de referencias. Hoy, a mi humilde entender, la referencia está en el cine y la televisión. En un siglo eminentemente visual, cuando las imágenes ametrallan sin solución de efecto recarga o recalentamiento, un cerebro saciado de iconografía en movimiento queda abocado a que cualquier información sea editada en idénticos parámetros; esto es, que para procesar y asumir correctamente la información que recibe, mejor será que la información adopte el formato, respete las pautas de un producto cinematográfico o televisivo. Régimen de fotogramas estampados en el careto que el uso indiscriminado de móviles, ordenadores y demás pantallitas luminosas (¡hasta las pizarras del maestro son digitales, oiga!) no ayuda a derrocar, sino a potenciar la agilidad de datos, la inmediatez de acciones y el estrés de un tiempo saturado de actividades, rebelde a la ductilidad y flexibilización.
El referente del novelista actual (adviértase el sintagma en sentido genérico, hay que explicarlo todo), pues, ya no está en otras novelas, sus maestros ya no son los novelistas de antaño, quienes fueron consolidando el género literario. El referente está en las películas y en las series, y, con tales modelos, estructura la narración de sus obras. El novelista actual teclea al ritmo con el que se gira la manivela de un proyector, desarrollando su narración mientras la sucesión de fotogramas se suplen en la pantalla.
La primera consecuencia de este mundo tan ilustrado de conceptos figurativos visuales es la carencia descriptiva en la narración, como apuntaba arriba. El novelista actual no se detiene en describir personajes ni escenarios. El amor al detalle que otrora impregnara las rugosas páginas entintadas del libro ha sido mutilado de las mismas, cediendo al lector, con aleve infamia, la facultad de modelar y colorear personajes y ambientes, aunque ello suponga, en múltiples circunstancias, descolocarlo en la historia o hacerlo circular por entre contextos divergentes con las pretensiones del autor. Porque la obra es de su autor. Se trata de su mundo y de sus personajes, se trata de su historia, no corresponde al lector crearla, a lo sumo, completarla o complementarla, al imaginarla. Esta amputación narrativa en la que convierte la escisión descriptiva se engrasa, como se engrasa el diente de la sierra o el filo del hacha para deslizar el tajo, con una simplicidad semántica que arruina la competencia intelectiva de la lectura, consintiendo un proceso que patina o resbala sobre las letras sin resolución madurativa, un pasar las páginas decadente de educación literaria. Un consumo simplista, entonces, que se abandona en los andurriales inmundos del olvido al cerrar el tomo, sin mayor aportación que ejecutar o fusilar unas horas de la vida.
También he creído percibir, en los últimos años, una insalubre tendencia a incorporar a la narración novelística recursos del lenguaje foráneos que me espeluznan, o quizá me repugnan, que, en cualquier caso, me hacen sangrar los ojos, en una suerte (o desgracia) de lágrima amalgamada con hemoglobina. Modos y formas que encajan sin turbación en el cine, la televisión, los cómics o las representaciones teatrales, sí enturbian la novela, como intrusos macarras enturbian la placidez de una fiesta familiar. El empleo de la silabación en los diálogos o intervenciones, disociando las sílabas de las palabras con guiones, para plasmar un ánimo o un comportamiento que implica pausar el habla. Alargar el sonido multiplicando una letra de la palabra para exclamar, en una chapucera trasmutación sesquipedal. Tampoco me parece adecuado para la narración noveladora cincelar, de nuevo, los diálogos con el habla popular o con el dialecto, y sus vertientes, que, para mi gusto, tanto apagan la calidad y tanto oprimen el nivel narrativo del lenguaje. En la novela, ninguno de estos procedimientos me es agradable. No puedo compartirlos, puesto que, amén de emponzoñar y adulterar el texto, cual mejunje zarrapastroso, trastorna la ilustre misión del narrador, dedicado a orientar al lector, a matizar a los personajes, a impulsar la historia, a centrar el escenario. El narrador puede haber perdido su condición de guía del lector, cómplice altruista y soporte vital de la novela.
Ante el panorama, para mí no existe más remedio que retornar una y otra vez a las etapas novelísticas que me son afines, a mis periodos narrativos, a mis maestros. Detenerme en sus páginas, como ellos detienen la narración, sin prisa alguna, sosteniendo la morfología, armonizando la sintaxis, y recrearme en cada línea y adorar cada término y, al escribir, lograr que mi narrador procure, como buen narrador, el bien del lector aun a costa del propio.