Que en la Unión Europea se recurra al empleo del idioma de un país que no es miembro demuestra cómo el régimen de colonización anglosajón ha resultado victorioso, sirviéndose de una táctica aleve que no ha hallado oposición, que ha sido acogida con los brazos abiertos, sin disimulo de traición. Entre pompones y fanfarrias, la comunidad internacional ha asumido la invasión con la naturalidad con la que un jamelgo asume su triste condición de traspontín susceptible de ser fustigado a discreción e indiscriminadamente. El siglo XX planteó un idioma universal y, claro, la nación predominante era la que era. Lejos quedó el protocolo, la cortesía del visitante extranjero que procuraba conocer y hablar, chapurrear, al menos, el idioma del país anfitrión. Es mucho más fácil homogeneizar el esfuerzo aferrándose a un único idioma, por lo que hoy ni siquiera sorprende que el representante del país anfitrión se dirija a su huésped (¡o a la prensa, oiga!) en inglés.
De vuelta a la Unión Europea, llamativa, por lo ignominiosa, aparece la estampa de la autoridad de turno hablando el idioma de una nación que tanto empeño puso en abandonar la organización comunitaria. Y la Unión, en lugar de optar por el idioma de uno de los países fundadores (por el tema protocolario), homenajea al imperio anglosajón bendiciendo el suyo. Bien hubiera valido, si se prioriza el predominio, escoger el segundo idioma de la Unión más hablado en el mundo: el español. Sin embargo, oír a los gerifaltes de la Unión hablar en español se antoja una utopía propia del género literario ucrónico, cuando debiera ser una selección sincera y espontánea. Pero lo español da mala imagen, por supuesto. Nación de mostrencos holgazanes de quienes no te puedes fiar, el español pide para tirarse después mediodía durmiendo y el otro medio bailando flamenco al son de empedernidos palmeros. Sin olvidar su pasado genocida de los pobres, pacíficos y soberanos pueblos indígenas, así como su maltrecho afán por quemar brujas ante una cruz bañada en oro, cuando no invierte astucia y picaresca en el hurto del erario.
Sea como fuere, la intrusión del inglés ha carcomido las raíces idiomáticas de otros pueblos como el cáncer carcome la estructura celular de los seres humanos: aplastando vocablos autóctonos, desplazándolos o, simplemente, disolviéndolos de la línea lingüística en aras de ocupar su puesto. Con tan abyecto proceder, el español (como ha ocurrido con otros idiomas) se nos ha plagado de anglicismos que han hecho pervertir el idioma, envenenándolo con sintagmas que no crean la lengua, sino que suplen lemas absolutamente vigentes en nuestro diccionario, hasta el punto de que te puedes ver inmerso en una conversación que no puedes comprender, que captas a trompicones, como en una película en la cual te han birlado algunos fotogramas aleatorios, imposibilitando la cardinal finalidad de cualquier idioma: garantizar la comunicación entre las personas.
En este macabro ajedrez en el que las fichas anglófilas se están comiendo a las oriundas sin misericordia foránea y con concordia patria, quién soy yo, pese a todo, para criticar el uso de un idioma que no controlo con la debida fluidez… Quizá se deba, desde luego, a una incapacidad natural, cuando no a una arrogancia visceral fruto de una realidad indiscutible: para qué aprender un segundo idioma cuando ya conozco otro que suma a seiscientos millones de hablantes… Confieso que no necesito muchos más amigos, que son suficientes hispanohablantes en el mundo para zigzaguear por él… O para vaguear por él, como español que se precie.
Algunos sabiondos impertinentes me han replicado, inermes ante lo tajante de mi aforismo, que, siendo yo un cinéfilo recalcitrante, aprender el inglés me permitiría ver las películas anglófonas en su idioma original, que es como hay que verlas —añaden los replicantes impertinentes—, para disfrutar de la total interpretación de los actores, como sucede con las españolas. Réplica que no acierta en pleno.
Hay en España grandiosos actores de doblaje, y defiendo el doblaje nacional, pese a que en los últimos años, por condiciones del sistema que no vienen al caso, se ha sacrificado verismo en favor del aumento de producción. Desde los pasados años ochenta, el cine español ha renegado, poco a poco, de las prácticas del doblaje nacional y de la sonorización, que tan propicias eran para las escenas rodadas en exteriores, sobre las cuales los mismos actores partícipes o actores profesionales del doblaje reproducían los diálogos en estudio, mejorando la calidad del sonido (seguro que se recuerdan películas españolas dobladas en su integridad por actores que no eran los que aparecían en pantalla). Práctica todavía viable en Hollywood. Eludir la sonorización o el doblaje en la producción nacional ha acarreado no escasa dificultad a la hora de comprender, de conseguir entender de manera nítida los diálogos de los actores, lo cual se incrementa con las terribles deficiencias en la vocalización que arrastran muchos de los actuales intérpretes. Deficiencias corregibles con oportunas clases de dicción o, en su defecto, con oportunos doblajes. Tara, para variar, no abonada a la singularidad española (invito a escuchar cualquier película de Humphrey Bogart en versión original).
Apelar a los subtítulos integrados como solución intermedia traslada el inconveniente de que mitigan la experiencia visual que es el cine, al tener que centrar parte de la atención en la lectura. Además, recortan o roban espacio a la imagen (no siempre se disponen de bandas negras o se sobrescriben) y emponzoñan la fotografía.
Y es que, si hace falta el inglés hasta para recrearse con el cine, la conquista anglófila habrá concluido con éxito… Vaya despidiéndose de su lengua materna.