Cómo nos gusta una buena peli de ciencia ficción, o una buena novela, sobre todo, para tratar de alcanzar los logros cibernéticos o tecnológicos o extraterrestres que, con mayor propósito imaginativo que mecánico (la imaginación siempre fluye serenamente frente a la densidad del avance de la mecánica), plantean con no escasas dosis de gratuidad. Al menos, anhelarlos, distraídos por la curiosidad de la incertidumbre. El futuro es ese panorama desconocido que nos ahoga y nos agobia, a veces, u, otras, nos emociona y nos excita. O la posibilidad de una realidad alternativa, una realidad en la que predomina ese progreso científico o tecnológico, una realidad de contexto espacial y mundos galácticos, una realidad en la que la experimentación ha progresado hacia la aplicación práctica, a la cotidianeidad del horizonte. Ciencia ficción, en definitiva, como he tecleado, y no realidad científica, como el productor Albert R. Broccoli definía su saga de James Bond.
Pero la bondad de la ciencia ficción nos revela sus previsibles repercusiones, no todas propicias para el ser humano, pese a lo cual hemos mantenido el empecinado afán de esa ansiedad científica. Ni la probabilidad de un mundo postapocalíptico o de un sometimiento de la especie humana al dominio (o predominio) de las máquinas o de las especies invasoras extraterrestres ha detenido nuestro machacante trabajo por construir el escenario ideado, aunque no deje de ser un escenario idealizado que termine por aplastarnos; no en vano, el ser humano es la única especie capaz de exterminarse a sí misma. En este sentido, aun paradójicamente, ya que recuerdo la película protagonizada por Will Smith, Yo, robot (Alex Proyas, 2004), inspirada en un relato de Isaac Asimov, en la que la tecnología llegaba a la conclusión (¡ojo, espóiler!) de que, con las famosas leyes de la robótica ideadas por el autor en mano, someter al ser humano era la mejor manera de preservar su existencia; protegerlo de sí mismo, o sea, fueran cuales fueran los medios empleados.
Con palmaria alegría y supina estupidez, se ha creado la llamada IA, inteligencia artificial. Una esponja de absorción autosuficiente que aspira información y datos como un agujero negro aspira estrellas en el universo. Que aprende por incontenida acumulación de material que le insufla el propio ser humano, porque, para que esa autosuficiencia le conceda la virtud de servir a la humanidad, precisa disponer de todo su conocimiento. Así, compilado el saber —que no es una manifestación espontánea de la Naturaleza, sino el resultado de una labor humana—, valiéndose de sus chips y sus códigos, dará respuesta y satisfará cualesquiera de las necesidades presentadas por el humano. Lo que viene a ser, vaya, una máquina que trabaja en régimen multidisciplinar muchísimo más rápido que un humano, desplazando su factor error (los errores de la máquina no serán errores, más bien serán combinaciones de códigos no ajustadas a los criterios del humano), que, a la corta (no a la larga o a la media; esto sucede aquí y ahora), supondrá prescindir del humano, a la par que idiotizarlo. Prescindencia e idiotismo aceptados sin rubor y a placer, como reflejo de aquella vibración cancerígena a la autodestrucción del filme de Proyas.
La vagancia, ese corrupto sufragio a la comodidad, tan idolatrado por el ser humano, pergeña el panorama tecnológico. Ese tesón por ahorrar esfuerzo, que se encubre o se excusa con la afabilidad de la facilitación, conducirá, inexorablemente, a la perdición.
Sin embargo, es el esfuerzo lo que ha hecho evolucionar al ser humano. Sin el sacrificio, sin el tesón, sin la dedicación, sin el sudor no hay superación, ni hay meta. El cerebro es como un músculo que debe ser ejercitado para evitar la atrofia, al igual que ocurre con la destreza física. Hoy, nos vanagloriamos de que una máquina alimentada con el frondoso saber de la Humanidad (decreto la mayúscula) y dotada con facultades de autodesarrollo, de aprender de la experiencia adquirida con cada ejecución ordenada y del conocimiento inyectado con cada versículo trasladado, es competente para escribir una novela, componer una pieza musical, redactar una carta oficial, llevar a cabo una ecuación matemática, emitir un informe, elaborar una demanda, llegar a conclusiones o adoptar decisiones ante problemas formulados o acontecidos. Actividades que requieren de procesos analíticos, racionales y prácticos. Y hacerlo, atención, del modo más completo y cuidadoso admisible y a una velocidad vertiginosa, celeridad medida en segundos.
La ciencia, la cibernética, la tecnología, resultado y acicate para la imprescindible evolución humana, consecuencia lógica de e inherente a su existencia, han de tener como misión mejorar la vida del ser humano, allanarla, complementarla. Alcanzar aquellos extremos, realizar aquellas acciones que a la humanidad, aherrojada por unas limitaciones esenciales, le es imposible alcanzar o realizar. Curar enfermedades, resolver incógnitas, apoyar o auxiliar, descubrir. Instrumento para el desarrollo y la evolución (discúlpeseme la insistencia de vocablos) de la humanidad.
A la inteligencia artificial, cuyo objetivo es suplir o prescindir del elemento humano, se le atribuye, además, una conciencia racional o racionalizadora individual, que significa una consciencia de voluntad e independencia, un libre albedrío, que le conferiría, a la postre, una creencia de superioridad idiosincrásica. Y no parece importarnos. Como tampoco las implicaciones intelectuales para el ser humano, el proceso de su idiotismo inminente. Si Internet, con sus respuestas directas e inmediatas, ha provocado el desdén a la investigación sendereada, básico desempeño de fortalecimiento mental, qué desenlace acarreará una herramienta de actuación plena.
En un alarde de ingenuidad bobalicona y bochornosa, deleznable e impúdica, se buscan nuevos empleos, nuevas áreas profesionales que sustituyan aquellas que desaparecerán con la implementación de la inteligencia artificial, para colocar tanto humano pululante, sin rumbo. Medida útil, quizá, para posteriores generaciones. Nadie se preocupa por quienes configuran el mercado laboral, por quienes serán expulsados sin misericordia de su puesto de trabajo. Y nadie se preocupa por qué hacer con tantísimo idiota que va a quedar abandonado por el mundo.