Pulso el botón rojo del móvil. Finalizó la llamada y guardo el teléfono en la mochila. Mientras espero el taxi con el número asignado me acomodo a la sombra. Dejando mi mochila entre mis pies, aliviando mi hombro de su carga. Limpio el sudor perlado de mi frente, unos minutos de espera bajo estos 40ºC de estío cordobés a la sombra, hacen estragos en nosotros…
Mientras aguardo, observo el trasiego de la calle. El paso peatonal que tengo casi enfrente, el ir y venir de la gente. Sus andares presurosos, lentos, energéticos, cansinos, unipersonales o grupales.
En la mayoría de los viandantes hay un denominador común, sus miradas apenas se dirigen al frente, el contacto ocular tan mediterráneo es escaso, las sonrisas fortuitas, los saludos entre conocidos escasos y entre desconocidos brillan por su ausencia.
Pocos transeúntes caminan erguidos, sus cervicales andan doblegadas a la pantalla del móvil mientras recorren las aceras, se detienen en los semáforos cerciorándose de reojo de los colores que marcan su paso e inmediatamente fijan su atención en las pantallas parpadeantes de no sé cuantas pulgadas mientras cruzan el asfalto, chocándose en algunos casos o tropezando en lo más barrido, sin alejar unas décimas de segundo sus miradas de Internet.
¡Sonrió!. Decía Auguste Comte “Que el hombre es un ser social”, pero algo esta cambiando en la especie humana. Somos seres criados, educados y diseñados para vivir en sociedad, compartimos un entorno físico, “pero cada vez andamos más tiempo enganchados a las ondas y ajenos a nuestra orbe”. Es curioso: “El mundo on line se impone a la realidad usurpando la interacción social”. La telefonía móvil con sus diferentes app y aplicaciones ha sabido robarnos el espacio social que usamos para compartir entre iguales: risas, charlas, saludos, volcándonos equivocadamente demasiado tiempo diario en las redes, perdiendo parte de nuestra cotidianeidad afectiva, expresiva, alejándonos de este mundanal ruido y siendo más anti-sociales con la familia, el vecino, los amigos, etc.
¡Un frenazo seco me saca de mi pensamiento! ¡Uhf, faltó poco!... ¡Otro conductor imprudente, atrapado peligrosamente en su móvil se despista de sus prioridades circulatorias al volante!... Afortunadamente, no ocurre nada grave, salvo el susto acalorado del momento para él y la viejecita que cruzaba con su perro. Tras los aspavientos acalorados y verbalizados insultos del momento, todos prosiguen su camino.
Mientras espero, caminan ante mí una nueva tanda de peatones, chicos morenos de largos flequillos lacados y desteñidos por el sol, el cloro, con ropas deportivas, con voces gritonas, acompañados de chicas con mini-camisetas y mini-pantalones muy ceñidos, con mochilas multicolores, algunas gorras, con sus flamantes móviles todos ellos en las manos, entre pulgares hiperactivos y chanclas que los uniforman, la versión moderna de las de siempre “esas de tira metida entre el dedo gordo e índice de los pies, arrastrándose o chapoteando entre el calenturiento suelo por el que avanzan”. Atrás, rezagados del pandillón quedan tres o cuatro chicos que van capturando pokemon en tiempo real, o twiteando con sus ídolos famosos, o admirando famosetes malvados de palabras mordaces y algunos hasta enviándose multitud de whatsapp entre ellos/as, mientras transitan esta calle…
Al lado se me colocan un par de abuelos, amparándose en la sombra de este edificio de la estación de tren que compartimos, que sin quererlo me hacen participe de su conversación telefónica, chillan y exclaman más que hablan, pues sin quererlo me convierto en una cotilla circunstancial de su conversación fugaz.
¡Por fin, llega mí taxi! Un saludo formal con el conductor, mientras me acomodo en el asiento trasero, tenso el cinturón de seguridad para anclarlo, compruebo que el taxímetro ya esta pulsado para dar esta carrera. Mientras le indico donde quiero ir, él aprovecha el momento para mirar el tlfno móvil y su luz parpadeante que le avisa tiene mensajes sin leer, pasa con destreza sus dedos por varias pantallas y carraspeo la garganta desde atrás, para hacerme oír educadamente, parece que este profesional se siente aludido y suelta el teléfono en la bandeja cercana a palanca de cambios de las marchas del coche, iniciamos la marcha, en ella son frecuentes los silbidos de su receptor.
Durante el trayecto urbano, taxista y pasajera hablamos poco, unas frases de rigor sobre la climatología, el tráfico, etc. Ambos disfrutamos del micro-clima del habitáculo con aire acondicionado. Vamos recorriendo avenidas paralelas al río, deteniéndonos en semáforos y respetando todos los pasos de peatones que nos encontramos en el trayecto, adentrándonos en barrios con calles más estrechas…
Miró por la ventanilla, dejándome llevar por el vaivén del vehículo. Olvidándome del frenético taxímetro que corre sin descanso. “Disfrutando del silencio cómodo, negándome a hablar para no decir nada, ojear o usar el móvil, disfrutando de mí tiempo, permitiéndome el lujo de cazar gamusinos presentes y ausentes en el pensamiento que entraña este desplazamiento y en este instante que viajo en taxi hasta llegar a mi destino”.