En alguna ocasión he tecleado que mi pasión cinematográfica se remonta a mi época universitaria, cuando algunos amigos nos reuníamos para ver películas, empezando por Lock & Stock (1998), de Guy Ritchie. Pero recuerdo haber coqueteado con el Arte desde muy niño, aunque las imágenes queden difuminadas por las brumas del tiempo, entrecortadas, y cuya realidad, es probable, haya comprometido la distorsión.
El caso es que la década de los años ochenta fue la década de los videoclubes. También en nuestra ciudad los hubo y una de mis tías, hermana de mi madre, tuvo su currete de juventud en uno de aquellos establecimientos. Se ubicaba en la Plaza de San Miguel, en el local junto a la Oficina de Correos. Allí, mi tía y dos o tres compañeras más formaban el equipo de dependientas más bellas de toda la ciudad. Mujeres jóvenes y guapísimas que le hacían a uno desear, pese a su tiernísima infancia (no estoy seguro si mi hermano había nacido entonces), tener quince o veinte años más, que nada tenían que envidiar a las estrellas femeninas del celuloide que presidían muchos de los carteles exhibidos y que, tras el mostrador, atendían a los clientes con extremas profesionalidad y simpatía. Mientras tecleo estas líneas me vienen a la memoria detalles de un local relativamente amplio, el cual procuraba superar el desnivel de la zona, con estanterías repletas de cajas de películas VHS y algunas Beta, ordenadas por géneros y novedades, que ametrallaban la retina con fotogramas y composiciones salvajes e idílicas, románticas y cómicas, terroríficas e infantiles, misteriosas y aventureras; historias míticas y mágicas, imaginativas y emocionantes, vidas por experimentar, que a un infante excitaban, codiciando el protagonismo de todas y cada una de aquellas ficciones y fábulas con la credulidad otorgada por la edad. A aquel videoclub, de vez en cuando, me acercaba con mi madre, saludaba a mi tía y a sus compañeras y recorría los pasillos empapelados por multitud de portadas y lomos, a la caza de la presa ideal, si es que se terciaba… Y aquel videoclub desapareció, como fueron desapareciendo los años de la década y como fueron desapareciendo de detrás del mostrador aquellas atractivas y encantadoras jóvenes, llevadas por la vida a otros lugares de ensueño y esperanza.
Puenteando aquel cambio de décadas, abrió un pequeño e íntimo establecimiento en mi barrio, en concreto, en la calle Jerónimo Medina, esquinada con la de Santiago, frente al llanete, donde se ofrecía a los clientes un estrecho catálogo de películas para alquilar, y al que acudíamos mi hermano y yo, todavía niños, acompañados por nuestro padre, algunas de las calurosas noches del verano (¿o serían las frías de invierno?) que aguantó con sus puertas abiertas, rara avis en un sector prácticamente en extinción.
A finales de los noventa, con la moda del DVD, arribaron a la ciudad las expendedoras franquiciadas de películas, o sus trasuntos de franquicias, como los cajeros de bancos expedían billetes, al reconocer la tarjeta o la libreta. Ya no eran los videoclubes al uso, sino máquinas álgidas y feísimas, pero pretendían serlo, apelando a la tradición arraigada y a la transición hacia la modernidad, y ahorrándose, por el camino, los costes y los problemas de un local y de un asalariado. Al primero al que me acerqué se situaba en la calle Juan Valera, en uno de los huecos permitidos en el lateral del complejo edificio angulado con la calle Julio Romero de Torres. El sistema era simple. Registrado como usuario, la lectura de la tarjeta, que se podía recargar ingresando billetes a través de la misma maquinita, daba acceso al listado de títulos disponibles y se seleccionaba el interesado, que era capturado y despachado mediante un lector de códigos.
Entrados los años dos mil, la familia se mudó de domicilio, así que mi hermano y yo, plenamente inmersos en aquella época en el furor cinéfilo, nos lanzábamos de cabeza (la expresión es literal) hacia un establecimiento de videojuegos y telefonía regentado por un particular en la calle San Pedro, donde había incorporado a su fachada una de aquellas gélidas y apáticas expendedoras de películas. Siempre al acecho de la última novedad fílmica destinada al alquiler, mi hermano y yo saltábamos (de nuevo la palabra es literal) sobre la dichosa maquinilla, ávidos por agarrar el producto en cuestión, en varios momentos del día, incluso, ciscándonos en el fulano que se nos había adelantado y aún no lo había devuelto. Este tipo de negocios igualmente se esfumó, arrasados por la descontrolada marabunta de Internet, que todo lo transformó. Terminó, pues, el negocio del particular, y con él, mi hermano y yo perdimos nuestra afanosa práctica dedicada al alquiler de películas.
Cuando cineastas de renombre abogan fervientemente por la producción de largometrajes para ser estrenados en las salas de cine, hay que alabarlos y apoyarlos, porque no deja de ser su ambiente originario, natural. Aquél para el que fueron creados. Sin embargo, las plataformas televisivas y la desgraciada pandemia nos han propuesto una manera diferente de disfrutar de un filme que no ha sido despreciada por el espectador. El consumo cinematográfico ha marchado en constante evolución, como la propia industria. Quién sabe qué método nos deparará el futuro.