Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Pura maldad

Entre las mojigaterías que condicionan al ser humano está esa grotesca tendencia modernilla a esmerilar la naturaleza misma de la especie, educando a los peques en una suerte de arcadia feliz, mundo idílico en el que los pastorcillos recorren las verdes y floridas praderas del planeta dando saltitos bajo un cielo azul chisporroteado de nubes algodonadas en compañía de su fiel perrete y un rebaño de ovejitas siempre obedientes a las recomendaciones de su guía (no se concibe ni mandato ni amo, pues la ovejitas son libres seres vivos que gozan de derechos fundamentales, según carta otorgada por las Naciones Unidas), mientras canturrean, tararean o silban alegres tonadillas compuestas para el gremio (¡cantinelas bucólicas!), una vez que han abonado los oportunos cánones por el uso de la propiedad intelectual, faltaría más.

La realidad es que existen en el planeta praderas resecas y malolientes, abrasadas de maleza quebradiza, tostada o parda; existen nubarrones grisáceos, de malévolas intenciones, que se amanceban o abarraganan, el ánimo pecaminoso, mostachosos de relámpagos y plañideros de diluvios; existen fieros perros de colmillos babeantes y rabia que les hincha las entrañas y les inyecta los ojos, y ovejas rebeldes que han de ser reeducadas y baqueteadas, contenidas en la linde del rebaño. Y existen, por esas praderas del planeta, lobos que campean aguardando a su presa, ese objetivo trófico de turno. Y, en cuanto a los pastorcillos, existen bandidos camuflados en las sombras nocturnas, proyectadas en oblicuo, ocultos, al acecho, aleves, dispuestos al asalto inesperado, a robar, a herir, a matar, a violar o a lo que se tercie.

Que el mundo está plagado de hijos de la gran puta resulta ser hecho tan certero como que la vida está plagada de grandes putadas. Putadas e hijos de la gran puta con los que hay que lidiar por un aforismo tan simple como una ameba y tan antiguo como un tiburón: porque la vida es así. Una vida con maldad y con maldades, en definitiva, cuya afectación no puede velarse, obviarse o ignorarse, puesto que, antes o después, acaba tocando a su próxima víctima.

La maldad se presenta en diversas formas. Del mismo modo que no sería incoherente aseverar que la maldad se hace (¡menuda excusa a veces!) y que, con la maldad, también se nace, para cultivar una maldad por pura maldad. Un hijo de la gran puta puede venir de fábrica como tal, con la maldad de serie. Propenso genéticamente a ella, el hijo de la gran puta ejercerá sus actos con las vísceras podridas de perversidad y vileza y el alma encostrada de mezquindad y depravación. Abusará hasta donde su corrupción famélica y su indolencia psicópata alcancen su grado de satisfacción descabellada y bastarda, y no cejará en el empeño, persiguiendo su degenerada complacencia, como el acólito persigue al líder de su secta.

La maldad expulsada por el hijo de la gran puta, concentrada de metano como los rancios cuescos que lanza a la atmósfera, en ocasiones no tiene un destinatario asignado, una criatura martirizada por el infortunio, cualificado de requisitos tristes y caracteres obtusos, sino que queda sujeto a los caprichos del azar, al despropósito del absurdo, a la necesidad irreverente de una maldad trastornada por la cochambre.

Si la maldad sólo puede combatirse con la maldad, aun a riesgo de un devenir cíclico o de encadenado infinito, se trata de una tesitura reservada al libre albedrío de cada uno. Desde luego, lo que no procede es arredrarse o acobardarse, dejarse intimidar, mucho menos someter, por la maldad proyectada por un bastardo sin escrúpulos. Opción que, al tiempo que fortalece al hijo de la gran puta, expandiendo o consolidando su maldad, acompleja la confianza del atormentado, quien, postrado, se significará inferior, en un estado de humillación y debilidad constantes. No se entienda, con esto, la cobardía como designio de la vergüenza. Acojonarse es sustancial y natural. Reacción nerviosa, instintiva. Sin embargo, una vez recompuesto de ese intervalo inicial, habrá que plantarse frente a la maldad. Cara a cara.

Uno, acosado por la maldad, puede decidir manifestar su absoluta indiferencia. Preferencia que descuadra o descoloca a la maldad, ya que no ve colmado su ímpetu puñetero (o putañero), desquiciándola y desmoronándola. Aunque la garantía de efectividad se antoja nebulosa, ante la incógnita perplejidad del hijo de la gran puta.

Y es que la maldad debe o debería afrontarse como la vida. Y la vida golpea, golpea duro, y te tumba y te pisotea y pretende rematarte. Y debes o deberías levantarte y procurar devolverle el golpe, y encajar la consecuente paliza. Y es que la vida es fuerte y busca derrotarte. Y tienes que levantarte e intentar o ansiar golpearla de nuevo y asumir el siguiente golpe. Y sucesivamente. Y, al final, la vida, que es poderosa e inagotable como una corriente de lava, podrá acabar destrozándote o destruyéndote, pero, ahí, pulverizado en el suelo, te apagarás con una sonrisa cómplice petrificada en tus labios, con el orgullo de haber dado lo máximo. Y la maldad, igual. La maldad la encaras, la desafías, y te golpea y te machaca. Y te recuperas y la desafías, y te golpea y te machaca. Y se reinicia la contienda. Y, al final, quizá la maldad te venza… Lo jamás podrá vencer será tu voluntad inconquistable.