Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Dos padres

Vivirán por el barrio, me cruzo con ellos de vez en cuando. Horario de tarde, por lo general. Ambos son relativamente jóvenes todavía, rondarán los cuarenta, aunque se observa que han tomado caminos diferentes en la vida. O la vida los ha conducido por caminos diferentes, que cada cual carga con su propia biografía.

Uno viste ropa monocromática, moderna, cómoda o flexible, de ésa que simula o pretende simular la deportiva, cubierto con chaleco de cremallera sin mangas, en invierno, camiseta de moda, en verano. Melenita ondulada. Muy chic él. Cuando nos topamos, va paseando a su hijo, un bebé de apenas meses de vida, bien resguardado en su cochecito. El paseo siempre es breve, como de compromiso, por la manzana. Una vuelta por las calles del radio. Lo justo para que al peque le dé el airecillo crepuscular. Airearlo, vaya. Como quien saca al perrete para que se mee en la puerta del vecino. Minutos, o sea. Empuja el carrito con pasos cortos y apáticos, perezosos o abandonados, como el sentenciado que, durante el trayecto, trata de retrasar lo máximo posible su llegada al cadalso. En el caso de este primer padre, no demora la ejecución de la sentencia, sólo acorta la distancia de la vuelta a casa. Y empuja el carrito con una mano, con la otra… Con la otra se distrae con el móvil. Lo maneja con soltura, pulgar cimbreño diestro. Concentrado en la pantalla, a lo suyo. No permite que el pulular del gentío que transita gravitatorio a su senda estorbe su dedicación telefónica. Hipnótico, más que pasear a su hijo, se limita a la acción mecánica del desplazamiento callejero. Se barrunta el escaso tiempo disponible del que disfruta el padre en casa para satisfacerse, abstraído, con los placeres conferidos por la pantallita del móvil como para hurtarlo de ese puñado de minutos de paseo con su hijo, confiado en que no se arrepentirá dentro de unos años, cuando el pequeño ya no lo sea tanto y esté a sus cosas, de esos minutos perdidos de afecto y proximidad íntima o complicidad cercana, de compartir, aun ese simple paseo por la manzana. Quizá, el juicio del padre, iluminado por el voltaje de la descarga de una anguila, considere que el bebé, cuyo carrito empuja con incuria animosa, no es consciente de la presencia paterna ni mucho menos lo sería de un gesto más centrado, razón por la cual buenos son esos minutejos pegados al móvil.

El segundo padre está divorciado o separado de la madre de sus hijos. El acuerdo alcanzado o la sentencia impuesta le ha otorgado un régimen de visitas de, mínimo, una tarde a la semana, que es cuando coincidimos por la zona. Usa este padre ropa basta, humilde, de batalla diaria, vaquero y franela, en invierno, camisa de algodón arrugada o camiseta gastada, en verano. Cabeza rasurada, barba descuidada, piel quemada por la intemperie. Tiene dos hijos, una niña y un niño. Ella es la mayor, pero ninguno ha cumplido los diez años. La tarde asignada los lleva a una pequeña plaza ajardinada que comunica con una arteria principal de la ciudad, a veces los acompaña la abuela paterna. En dicho espacio, los niños corretean y juegan en libertad. Por momentos, procuran reclamar la atención del padre, mientras éste aguarda pasivo, sentado en uno de los bancos de piedra que rodean la plazoletilla, móvil en mano, pulgares oponibles humeantes, córneas resecas por el brillo reflectante de las pulgadas de monitor. Ni siquiera permanece sentado de cara a los niños, quienes rondan arriba y abajo sin precaución alguna, sino que les da la espalda, como apartado de la escena. Las tardes que la abuela está presente el padre charla con ella, casi siempre ardoroso o encendido, vibrante de furia e indignación, no con los hijos o con la abuela, sino con el mundo o con la madre de los hijos, cuyo ocio resulta ser el fastidiarlo. En esas tardes de sociedad veterana, la abuela se sienta junto a su hijo en el banco; sin embargo, no da la espala en pleno. Se escora a un lado, como angulada, frecuente mirada de soslayo a los niños. Localizados. Pendiente. En alguna ocasión, el pequeño se acerca a su abuela demandado una dosis de cariño, y la abuela lo abraza, obsequiosa. Sólo en un instante fui testigo de un rato de interactuación del padre con sus hijos. Una tarde me encontré a los tres jugando con un balón en mitad de la plaza. Pronto los pequeños comenzaron a discutir por él, y el padre a enfrascarse, un punto por encima de la tensión necesaria, en intentar hacer comprender a su hijo que no debía golpearlo tan fuerte como para que saliera disparado hacia la calle adyacente. Supongo que el esmero no merecía la pena, pues, a los dos minutos, el padre había recuperado su habitual posición en el banco de piedra, desde donde la abuela le recriminaba su falta de paciencia. El padre, en fin, extrajo el móvil del bolsillo y volvió a ejercitar los pulgares, quemando, al unísono, la humedad de las córneas.