Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Hablemos de política

«Hablemos de política», me suelta, directo, como alevoso, entrando en casa sin saludar siquiera, deslizándose por el hueco que ha quedado al abrir entre el marco de la puerta y yo. Llevábamos tiempo sin vernos, y había pensado en él durante los últimos días. Es domingo por la mañana, temprano, para un domingo; aunque la arquetípica estructura horaria universal nunca ha sido precepto cuyo rigor nos haya afectado en demasía. La luz de levante acaba de barrer de opacidad los rincones de la casa y un aire fresco circula de una sala a otra, comunicado a través de las ventanas. Se adentra, entonces, mi amigo Tito, como amparado por una patente de corso, apoderándose de mi sillón como un viejo lobo de mar se apodera del timón del barco enemigo. No muestra el mejor de los aspectos. La cara brillante, algo grasienta o mal lavada; prominentes las ojeras, de una noche inquieta e insomne; la barba abandonada a su suerte desde hace varios días y el pelo encrespado, en el que las canas comienzan a enseñorearse sin disimulo. Viste una camisa arrugada, arremangada por encima de los codos, que desluce por fuera de un pantalón cómodo, de ordinario, cuyos bajos descansan sobre el empeine de unas zapatillas deportivas que eché en falta hace unos meses… el hijoputa.

«¿Hablar de qué?», pregunto, confuso, mientras termino de cerrar la puerta y me aproximo a él. Creo no haberlo entendido. Entorna los párpados, masajeándose levemente con dos dedos los dorsales del puente de la nariz, y se reacomoda en el sillón, relajado. «De política», me confirma, la voz carrasposa que trata de aclarar con un contenido golpe de tos. «De sobra sabes —le replico, contestatario— que hace años que la política me importa poco». Y es cierto. Posicionamiento que, confesado sin reservas, no deja de sorprenderme. Relampaguean mi recuerdo aquellos amaneceres de radio, siendo bachiller y universitario, agonizantes de información actualizada, nacional e internacional, abonado también a los procesos electorales de cualquier nivel y territorio patrios y acérrimo seguidor de los debates televisados en Cortes, coleccionando argumentos y refutaciones como otros jóvenes de mi edad coleccionaban estrofas de las canciones pop del momento. Había extravagantes del fútbol, de los cómics y de La guerra de las galaxias, por puro régimen estadístico, alguno debía haber de la política… Contentando un interés más intelectual que profesional, más de estudioso que de practicante, aquella suerte de apasionada afición sería, a la postre, uno de los variados factores que influyeran en mi decisión de licenciarme en Derecho, entregándome ciegamente a lo que, en las postrimerías de los noventa y en mi facultad, todavía se designaba Derecho Político, generalidad para esa particular rama del conocimiento jurídico que es el Derecho Constitucional, sanctasanctórum por el que todavía siento la devoción de un cofrade de cuota y vela, pese a que, por cuestiones laborales, ahora lo mantenga sobre su peana, exánime, venerado en la distancia, como latente de atenciones inmediatas, un tanto descuidado o desahuciado. La política, así, era una caprichosa debilidad que se fortalecía a base de disposiciones, proposiciones y estipulaciones. Después…

«Después, maduraste», sentencia Tito, seco y contundente, completando mi línea de pensamiento con la comisura de los labios angulosa, desplazada, y la mirada fija en mí, como tratando de apresar o de ordenar mis ideas. «Abriste los ojos —continúa—. Comprendiste, aprendiste, la vida te apaleó inmisericorde, con una intensidad que fue a la zaga de tu lucidez, y… te decepcionaste». Decepción, el perfecto lema resumen, resultado de una especie de amalgama en el gremio de incompetencia, hipocresía, incapacidad, ignorancia, falsedad, ambición, egoísmo y maniqueísmo. Me giro hacia la ventana, como rechazando a mi amigo, su diagnóstico honesto y brutal, a expensas de que el aire acaricie mi rostro y desplace o diluya la nubosidad que acaba de condensarse en mi cabeza.

«Y, si tan seguro estás —condiciono, recuperados diálogo y postura—, ¿a qué viene presentarse en mi casa para hablar de ello?». Tito se encoge de hombros, recostado en el sillón, las piernas estiradas, y entrecruza los dedos de las manos sobre su abdomen. «No deja de parecerme insólito o curioso», asevera. Le llama la atención, aclara, cómo la gente aguarda al proceso electoral más insufrible, al proyecto más rocambolesco o al debate más insustancial para hablar u opinar sobre política. Le advierto, por mi parte, que está en su derecho, la gente, de expresarse, de votar. Pero se queja mi amigo de que esa gente no denota espíritu crítico alguno, con exposiciones que rezuman partidismo, premisas empujadas a los márgenes o las orillas, a los blancos y negros, obviando la rica escala de grises. Que a veces no fundamenta ni racional ni razonablemente sus criterios («si tiene alguno», apostilla) o lo hace con una simpleza aterradora, que no discierne la complejidad que suele encerrarse en los contextos vehiculares de la sociedad y en los mecanismos que la engranan, aportando soluciones reduccionistas y primarias, de mera necesidad o de un borreguismo seglar. Otras veces apoya a personas o a causas carentes de un mínimo mérito, que se desgañitan los fines de semana con frases de apertura de noticiarios o se afinan hacia objetivos inanes o codiciosos. «Y el derecho a votar —concluye— lleva implícito el derecho a no votar. Al igual que el derecho a expresarse lleva implícito el deber de hacerlo correctamente».

Chasqueo la lengua, impaciente. Es una conversación que no me incumbe, un tema que ya no me emociona y una consecuencia que se me antoja irreparable. «Vete a casa, Tito —le ruego, condescendiente—. Duerme un poco». «Bah —se mofa, arrellanándose todavía más en el sillón—. Aquí estoy muy a gusto, mi buen amigo».