Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

Con un pantaloncito corto, por favor

Uf… El sólo rememorarlo para teclear estas líneas me escarpia el capilar. Cómo una misma prenda puede quedar tan aparente en las mujeres y provocar alteraciones sediciosas en el estómago, cuando se la encasqueta un hombre, se explica por ser una de esas tasadas cosas funcionales únicamente para uno de los sexos. Me refiero a esos pantalones deportivos elásticos y ajustados, que se ciñen al cuerpo de modo ergonómico, cual segunda piel, esas mallas deportivas, conocidas como leggins, creo, cuya comodidad, a veces, entra en conflicto con el buen gusto.

            Y no me interprete mal, suspicaz lector, no soy de los que aprovechan el cruce con un tipo embutido en sus mallas para alegrar la vista y desafiar el grado máximo de giro del cuello, por muy respetable que me parezca aquél que lo haga. Simplemente, es que vas en carrera, dándole vueltas a las cosas al tiempo que procuras no chocarte con ningún viandante o que no te atropelle un ciclista o un tonto del patinete que circulen por espacios peatonales; ni tampoco tropezarte y partirte los piños contra el suelo, razón por la cual llevas la mirada a una altura equidistante entre la superficie sobre la que impactas las suelas de las zapatillas y el horizonte hacia el que te diriges. Entonces, claro, el punto de enfoque se ajusta exactamente ahí, donde se imagina, pese a lo cual voy a teclear, justo en el bolamen colgante (aunque aquí influyen mucho los factores temperatura exterior y riego sanguíneo), si lo pillas de frente, o justo en el culamen, si le atrapas la zancada. Y, entiéndame, no es que uno ansíe recrearse en el plano encuadrado con cámara al hombro. Al contario, uno lucha contra el ardor ácido que le escala el esófago. No te dedicas a salir a la calle a correr esperanzado en que el tipejo de turno te enfoque su raja del culo o sus pelotas en modo pimpón con cuerda en medio de tu panorámica. Uno sale con el firme propósito de practicar algo de deporte, conocida la longeva enemistad entre la salud y la rutina sedentaria. O de que quien invada tu perspectiva sea, al menos, con todos mis respetos, una señora o señorita aficionada a la misma práctica deportiva, a la que las susodichas mallitas, no osaría mentirle, le quedan estupendísimas. Pero es enfrentarse a la repulsión del mamonazo enmallado, cuya vergüenza ha dejado abandonada en el sofá de su casa con idéntica carencia de escrúpulos con la que se abandona a un perro en las lindes de un descampado, mostrando a la ciudad las horteras formas de su culo o el bamboleo de sus pochas pelotas; o es cerrar los ojos o desviarlos mientras rezas para no toparte con ningún obstáculo o anomalía que cause el accidente o incidente que joderá tu día.

            Tampoco considere, cruel lector, que tengo una suerte de inquina personal contra las mallas deportivas, o leggins, o como quiera que se llamen. Para los deportistas profesionales resultan prendas eficaces para reducir los adversos efectos del rozamiento del viento o el agua, además de facilitar y agilizar los movimientos. A un nivel un tanto mundano, las largas térmicas se tornan muy útiles en esos días fríos para los que necesitas un recubrimiento extra sobre el cuerpo. Reconozco que las uso durante mis salidas invernales. No obstante, añado el relevante matiz en grado superlativo y megalítico de que me encajo sobre ellas unos pantalones deportivos cortos, clásicos, de los de toda la vida. Ahora, quizá, me tache de ridículo, de confesar mi risible, a la par que insultante, afiliación a la moda underground, aquella que rivaliza con el estilo cool, monocorde en las conductas que singularizan las épocas. Mi respuesta, francamente, me da igual, o sea, me importa una mierda. Lo prefiero a generar momentos traumáticos, como el que sufrí hace ya un puñado de años.

            Recorría una mañana mi ruta habitual, cuando de reojo columbré allá, en lontananza, la figura de espalda de otro corredor que vestía colores claros y seguía mi camino. Su ritmo era lento, de trote, así que me fui aproximando, poco a poco. A medida que me acercaba, en sucesivos vistazos, a fin de bosquejar la trazada, me percaté de que usaba mallas largas grises. Pronto, me llamó la atención una especie (se va a fastidiar, crítico lector, con la representación del recuerdo) de humedad que asomaba de su entrepierna y se extendía como alfombra por la zona inferior de los glúteos. A unos pasos de distancia, para mi desgracia, corroboré que se trataba de ese denso sudor genital y perineo, que se escapaba por entre los fraudulentos poros del tejido… ¡Menudo ascazo!… No vomité porque iba en ayunas. Huelga comentar que aceleré presto adelantándolo sin mirar atrás, baqueteando con furia cualquier posible construcción natural de la estampa de la sección delantera del mentecato siquiera amagada por mi cerebro. Salvo que el fulano tuviera intención de parar en breve, el charco huevón y posadero iba a ser histórico.

            Me parece genial en el hombre lo de las mallas deportivas, o los leggins, o como se llamen; siempre con un pantaloncito corto, por favor.