La laxitud entre vana escritura y pobre lectura acaece como consecuencia de la disminución de la autoexigencia de sus protagonistas. Escritores y lectores son destinatarios pero también remitentes de una misma elección: la buena literatura.
No hay final más bello ni menos justo. La literatura adolece de carácter si no procura la deserción de sus filas como gesto de insumisión. ¿O no lo es si se desvincula de todo lo que no sea su propia naturaleza? Escribir no es vender lo escrito. La escritura pervierte su sino si no declina ese consciente sentido que malogra la perspicacia en manos de las ventas. “Percibo una obsesión muy fuerte por el mercado y a veces se descuidan los contenidos. Primero hay que tener una buena historia y después lo demás. Si rebajas la calidad, no creamos lectores, sino consumidores”. Antonio Rodríguez Almodóvar nos advierte de la patología de la urgencia en la edición del libro infantil y juvenil, que bien pudiera describir al resto, salvo honrosas excepciones. En la situación actual de la lectura parece convenir la necesidad de saltar de un libro a otro como un canal de televisión. Saldar una lectura con cierta ligereza para continuar otras tan o más leves como aquélla. Es un visto y no visto. Indicio de la carencia de perspectiva que somete a los libros a un estado con fecha de caducidad.. “Hay quizá una lectura de última hora, relacionada con la idea de introducir el zapping en el hábito de leer. Un libro que me dura una tarde no me gusta nada. En cambio cuando me gusta lo hago durar y durar”. El amor a la lectura y el hábito que le precede no deja impasible al lector. Ha interiorizado el espíritu de la lectura y, desde ese mismo momento, es una faceta ineludible en la que invierte tiempo, deseo y pensamiento. Fernando Savater concluye la reflexión anterior con esta otra, “Puedo vivir sin escribir o polemizar pero no sin leer”.
La literatura es apátrida. Abandona su lugar de origen y el nomadismo es práctica irrenunciable en su devenir. No se recrea, viaja incesantemente sin horizonte definido. “Desde el más grande de los libros la Odisea, la literatura es un viaje por la vida. La literatura moderna no es un viaje por mar, sino a través del polvo y la desolación, como el de don Quijote; a través del desierto, hacia una Tierra prometida en la que, como Moisés, no llegaremos nunca a poner un pie. Ninguna religión, ninguna filosofía o política que proclame haber llegado ya a la Tierra Prometida o estar próxima a llegar, con todos sus seguidores detrás, puede enrolar en sus filas a la literatura”. Escritores y lectores se contemplan. Hay una razón última para no librar el duelo entre ambos. Claude Magris lo sitúa en la práctica del juego que les apasiona y conmueve. La diferencia estriba en no dejarse atrapar por la creación estereotipada o la lectura indiscriminada. No todo vale. Entrever el fondo tras remover las aguas cenagosas del estanque, y atisbar la vitalidad de los peces de colores a pesar de la turbiedad. “Irresponsabilidad se llama el juego de la literatura. Pero el verdadero juego es algo muy serio: lo saben los niños, que juegan a policías y ladrones conscientes de la ficción, pero con una seriedad y una pasión que raras veces adoptarán más tarde en las ficciones aparentemente reales de sus actividades de adultos (…) “Todo el que ama la literatura tiene que vérselas a fondo, como dejó bien claro Thomas Mann, con el peligro, siempre al acecho, de que el amor a la palabra se convierta en fetichismo, en idolatría. Todo escritor, y no sólo en los muchos estetas como abundan, serpentea esa tentación, que la tradición atribuye, probablemente sin motivo, a Nerón, y que consiste en preocuparse, mientras Roma se consume entre las llamas, más por los versos que lamentan el incendio y sus víctimas que por las víctimas propiamente dichas y por su dolor”.
Releer y conceder la duda de la lectura. Ni siquiera el mismo Platón pudo expulsar a los poetas de los muros de la ciudad, aun cuando en La Republica asevere “todo arte imitativo hace sus trabajos a gran distancia de la verdad y trata y tiene amistad con aquella parte de nosotros que se aparta de la razón, y ello sin ningún fin sano ni verdadero”. Desde ese principio es fácil entender como entregó a las llamas la tragedia con la que pretendía participar en uno de los certámenes de Atenas. Sócrates le indicó el camino de la filosofía en la búsqueda de la verdad y, a partir de ese momento, la incompatibilidad con la literatura provocó una confrontación y dicotomía aún vigente. El maestro de Aristóteles señala la nefasta influencia de la confusión cuando la obra de arte es imitación de la realidad y el grado de perversión gana con la fabulación: la imagen ocupa el espacio de la realidad. El lector ante esta disyuntiva que se le plantea en cada lectura: proseguir la mera secuencia narrativa o profundizar en la exigencia que genera en su pensamiento la estructura profunda de la obra, dispone de la mayor capacidad ejecutiva: cerrar sus páginas. La retórica no insiste en la soledad. La literatura es pronunciada en los labios del lector. El amor a la vida también es un acto íntimo y remiso al escaparatismo al que se renuncia sin elevar la voz. El autor jiennense Antonio Garrido afirma que “Para mí los libros son el último paraíso…”. No dudo que es así. Aunque al igual que a Adán y Eva comer el fruto prohibido les arrastró al destierro de la dura realidad, a los escritores les envían los lectores y viceversa. Aquéllos con propuestas hueras, consecuencia del yoísmo literario que les obliga, aún cuando no se tenga nada que decir, a significar que “esta palabra escrita es mía”. Y éstos -los lectores- embaucados por la atractiva invitación de un nombre, el número de ventas que rompe límites y la eficaz mercadotecnia que uniformiza las librerías. La corresponsabilidad es compartida. Tomar un volumen de nuestra biblioteca o anaquel de la librería es un acto creador que comienza a la par. La primera frase que leída antes fue escrita. Escribir no es vender lo escrito. Leer no es ser consumidor. “No leemos a otros: nos leemos en ellos”. El poeta mexicano José Emilio Pacheco define la solvencia de la escritura: la correspondencia que dirime la extensión del otro en nosotros mismos. “Es comprensible que se expulse a los poetas de la República, como inmigrantes furtivos y clandestinos. Pero estos vagabundos, como los nómadas del desierto, son guías que indican las pistas para atravesarlo”. Alcanzar la Tierra Prometida –El Paraíso- que expresa el escritor italiano, es destino común a lectores y escritores. Otra cuestión es desmerecer que belleza y justicia sean armas poéticas. “Un poeta nunca puede aspirar a vivir publicando sus poemas. El mal poeta no tiene ninguna excusa”. Juan Goytisolo señala la esencia. Y es que la excusa no es motivo de lectura. Tampoco de escritura.
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