Lucena. Hacia el mediodía. Calle Juan Valera. La anterior, no la actual, cuando estábamos obligados a recurrir al tiempo a los tres ojos que integran la anatomía humana para atravesarla a fin de esquivar con cierta holgura el conjunto de peatones, cochecitos y vehículos mientras subíamos y bajábamos de la acera procurando no tropezar con el bordillo durante la ejecución. Ahora no. O no tanto. Lo de los ojos va a depender del sentido de la marcha, por ejemplo. Y, en cuanto al derivado del esquí, bueno, tendremos suerte, si no caemos dentro de uno de los maceteros llenos de colillas, o nos enredamos con las correas de los perros, cuyos amos, en aras de una cívica concienciación encauzada a la protección del patrimonio local, a ellos amarran.
Pues andaba yo accediendo en la susodicha, procedente de la de San Pedro, acera contrapuesta a la del antiguo convento y bullicio acostumbrado. Izquierda y derecha, zigzag, arriba y abajo, revés, frenada en seco, aceleración, claxon, mentar de parientes fenecidos, coloquios en mitad del paso, saludos pregonados de un lateral a otro… Y una pareja de la Policía Local a la altura aproximada de donde hoy está la parada de autobús. Jóvenes. Muy formales y estirados. Agentes de la autoridad. Azul oscuro, gorrita de visera, chaquetilla con reflectantes, funda armada a la cadera, insignia visible, bloc de multas, manos cruzadas delante o detrás, mirada entornada y vigilante.
De repente, un rugir de motor llegó desde la plaza de El Coso, superponiéndose a la batahola general, y un deportivo rojo surgió en la escena.
No era un deportivo de pobres, cuidado. Era un deportivo como Dios manda, aparte de bajito e incómodo, potente y caro. Un deportivo de los que sirven para fardar, incrementando el ego hasta alarmantes niveles de supina gilipollez, creyéndose el conductor que las normas de obligado cumplimiento vigentes en el territorio sometido a su jurisdicción emanan del contenido de su bolsa escrotal. Lo que viene a ser, apuntando con estricta voluntad dilucidadora, sus cojones. Y por eso, amparado por la fuerza vinculante de los mismos, estacionó en la entrada de una cochera.
Los municipales, tan pendientes de la maniobra —el estrépito de la presentación no había pasado desapercibido— como el resto, intercambiaron un gesto cómplice. Uno resopló, otro chasqueó la lengua. Fue este último quien, ante la apatía de su compañero y el desafortunado sorteo, se encogió de hombros, comprobó la colocación de la gorra, alisó los reflectantes y se dirigió al deportivo dispuesto a enseñarle al tipo a respetar cada disposición del ordenamiento regulador del tráfico. Oiga, aquí no se puede estacionar. Vamos, circule. Etcétera.
Entonces, se abrió la puerta del coche, y apareció una pierna. No una pierna cualquiera, sino una pierna larga y escultural, enfundada en una bota de caña alta y un vaquero ajustadísimo. Y a la mencionada pierna le siguió un cuerpo de mujer, contornos perfectos, conjunto espectacular. Un cuerpo para el pecado. Cabellos azabaches, sedosos y sueltos. Ojos ocultos por unas gafas de sol oscuras.
El guindilla estaba a menos de dos metros y paró, petrificado. La conductora terminó de salir del vehículo, cerró la puerta y se volvió. Dándose cuenta de la presencia policial, le sonrió e inclinó la cabeza, colocándose el pelo con algo de coquetería. El encanto justo para ganárselo sin pretender insinuación afectiva. El justo de seducción para pedir y ser concedido. Y ya está. Ni el policía ni yo mismo, ni la mayoría de los hombres ni algunas mujeres, habríamos podido haber hecho mucho más ante tan magnífica criatura. Una mujer deslumbrante que te sonríe. A ti, exclusivamente. El mundo se detiene y no importan superiores, leyes o sanciones. Sólo está ella, y la sonrisa que ha compuesto al fijarse en ti.
Ella señaló a un lado, y le dijo: «Voy ahí enfrente, será un momento». O algo así, no estaba lo suficientemente cerca. El caso es que el otro se limitó a asentir con cara de tonto, sin lograr siquiera balbucir palabras inteligibles. Y la observó alejarse. O la observamos. Yo me sumé al pasmo provocado por semejante piloto. El municipal permaneció junto al coche estableciendo un perímetro de seguridad. Lo protegería con su propio cuerpo, cual escudo, de ser necesario. Aunque esperaba que no lo fuera, claro.
La conductora desapareció en el interior del establecimiento, el mundo nuevamente giró, cada uno con su vida. El compañero, secundario en esta historia, de vez en cuando, orientaba la vista hacia su pareja y torcía la boca con mueca aprobadora acompañada de giño de apoyo. Solidaridad masculina. Quisiera estar en su lugar. Yo, también. Además, habría obrado de igual manera.
Un cuarto de hora después, de regreso, transité la calle, y allí continuaba el policía, guardando y aguardando. Y es que, al final, las normas son cuestión de ovarios, no de cojones.
Comentarios
opinion
ME ENCANTA COMO ESCRIBE... Y COMO DESCRIBE UN SITUACION QUE A FIN DE CUENTAS ES LA PURA REALIDAD....
Julian, ya sabemos que La Ley
Julian, ya sabemos que La Ley... (de la seducción)... es igual para todos.
Enhorabuena por este artículo-denuncia-relato de intriga erótica.
Sin palabras
Así me he quedado tras leer tu artículo. Magnífico. Formidable manejo del lenguaje para sacar el máximo de una historia sencilla, pero con mucho potencial. Y perfecto el cierre. Me quito el sombrero.
Me ha gustado mucho Julián,
Me ha gustado mucho Julián, quien escribiera así.Y quien fuera como la susodicha para captar la atención del personal. A mis alumnos les digo cuando no me atienden,"es que hoy no voy lo suficientemente guapa". Que pena para algunas que no somos así.
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