En esta sociedad patriarcal, cuyo sistema de vinculación se establece a través del dominio, consumo y conquista, el verdadero drama no está en que los niños, cuando venimos al mundo no encontremos el cuerpo materno amparante, sino que las mujeres, al devenir madres, no sentimos espontáneamente el apego hacia nuestro hijo.
En primer lugar, en vez de prestar atención a los guerreros, tendríamos que prestar atención a cada madre de “guerreros”. Las mujeres, al igual que los varones, provenimos de historias violentas, de desamparo, de falta de cuerpo materno, de leche, de brazos, de calidez afectiva, de ternura, de miradas, de contacto corporal etc.
Entonces hemos aprendido a congelar nuestras emociones, el cuerpo y las intuiciones. Ese pulso interno con el que nacemos y que poco a poco vamos apaciguando y por tanto congelando. Esa vitalidad innata que con el paso del tiempo vamos convirtiendo en rutina, resignación, frío, desierto, e hielo. La distancia que hemos instaurado para que el dolor no duela tanto. Separamos cuerpo, mente y corazón. Luego dicha distancia, nos ha convertido en las mujeres que somos hoy: desapegadas, frías, secas y alejadas. Ese frío interno nos imposibilita sentir compasión y apego por el niño que ha salido de nuestras entrañas.
Todo niño humano (como todas las especies de mamíferos) nace de un vientre materno y espera encontrarse con un territorio similar al nacer. Esto es intrínseco a todas las especies de mamíferos. El verdadero problema, es que las madres hemos anestesiado nuestro instinto de apego, con tal de no seguir sufriendo por esa distancia vivida cuando éramos niñas. Es una rueda que gira en torno al vacío, distancia con la propia madre, congelamiento del cuerpo y de las emociones y nuestro pulso y fuego interior, anestesia de vinculación y por tanto luego la imposibilidad o corte frente al instinto de apego hacia nuestra cría.
Claro que para entender esa falta de apego, tenemos que remontarnos hacia atrás. Hacia nuestras madres y hacia las madres de nuestras madres y así, generaciones y generaciones de separaciones tempranas y antihumanas. Para llegar a comprender el alcance del desastre ecológico respecto a la falta de apego de la madre hacía su cría, existen dos hechos fundamentales que merecen un pensamiento ordenado. Uno de ellos es la masificación del maltrato en los partos, y por otro lado la represión sexual, especialmente en las mujeres, durante siglos de per oscurantismo y misoginia. Ambas son herramientas perfectas para lograr que desaparezca todo ápice de intuición y apego de la madre hacia la cría y convertirnos en procreadoras de guerreros, es decir, de niños separados del cuerpo materno al nacer y en cuya memoria celular se ha instalado el miedo y el instinto de supervivencia.
Niños y luego jóvenes iracundos, desesperados por falta de amor, inundados de rabia y con todo su potencial enfocado en la revancha, o bien, niños desvitalizados, reprimidos, deprimidos, sin entusiasmo ni voluntad para explorar más allá de una pantalla táctil. En esta separación temprana del cuerpo de nuestra madre al nacer se encuentra el origen de la violencia, en su más amplio sentido contextual.
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