Opiniones

"El Periódico digital para el sur de Córdoba"

'El hombre que fuga'

Mirando algunas fotografías de esa escultura de Giacometti (Suiza, 1901-1966) me he preguntado qué opinaría él mismo sobre la teoría del pensamiento vertical. Las razones son obvias, pero en el arte siempre hay algo que trasciende de las apariencias, de lo formal o lo meramente estético. Desconozco si, de haber vivido un par de años más, le habría interesado aquella teoría que introdujo el escritor y psicólogo Edward de Bono en 1967, o si de algún modo le hubiese motivado para  sobrepasar su concepción de la figura humana exponiéndola  a una alternativa igual de novedosa, por ejemplo la deformación exagerada e impúdica  o la producción de cuerpos de extrema horizontalidad. Desconozco también, qué impacto habría causado en el escultor suizo ver algunas obras suyas, como este “Hombre que Camina” (“L’Homme qui Marche”, 1961), ubicadas durante varias semanas en la sala que alberga a “Las Meninas”, núcleo del Museo del Prado, corazón artístico de Madrid y de España, con permiso de todos los demás centros, porque es allí donde se conserva el mayor logro que jamás haya conseguido ningún pintor español y que con el paso de los años no hace sino vivir para siempre, pues  parece ajustado a la verdad afirmar que “Las Meninas” solo envejece en el escaso y vigilado desgaste de sus materiales; en lo demás, sintetiza la verdadera lección del pintor, al tiempo que condensa lo esencial, lo necesario para que una obra de arte cumpla su función. “Las Meninas” vive, dejar vivir, muestra una vida extraña, no oculta su magisterio frente al espectador que observa con renovada incredulidad cómo disfrutan los dioses cuando deambulan por los infiernos. 

De un lado, me cuestionaba si aquel  “Hombre que Camina”  huía abstraído en reflexiones lógicas, matemáticas concretamente o, en su defecto, físicas; no me resulta difícil imaginar, desde el “lienzo de lienzos”,  a la Infanta  Margarita o al autorretratado Diego Velázquez especulando con que el “caminante” de Giacometti fuese un homenaje al prototipo de científico de apariencia distraída y paso firme. No en vano la escultura fue concebida inicialmente como parte de un grupo para decorar los espacios aledaños a la sede de una entidad bancaria en New York; por tanto, su contexto original lo entronca con ordenamientos rítmicos, cifras y estructuras no sensibles.  Se sabe que Edward de Bono establece esta clase de ocupaciones como propias del pensamiento vertical -secuencia lógica, ordenada en aras de una solución correcta-, mientras que del ingenio y la creatividad se encarga el divergente, el pensamiento lateral. Interesante y enloquecedora labor esta de fusionar psicología y arte. Acaso lo sea tanto como la de hostigar el paso del tiempo con encuentros como el que nos ocupa.

Aunque la extensión de la obra de Giacometti es muy amplia, su “caminante” se ha encaramado al lugar de los emblemas, parece anunciar el avance de ese razonamiento vertical, ordenado, rectilíneo; si nos centramos en ello vemos que emprende su zancada con determinación. No obstante, si algo irradia el escultor en su obra es un desarrollo técnico y estético que le sobrepasa a él mismo, es decir, consigue finalmente alcanzar la cima individual, la cumbre de su ejercicio creativo; no habría en ello posibilidad de retorno, solo avance. Su ingenio denota un fuerte componente de libertad, de la perspicacia que Edward de Bono sitúa en el sentido lateral del pensamiento. Es por esto que, si nos lo proponemos, veremos también aquí la zancada del hombre que duda mientras da pasos que se nos antojarían inconscientes.

“L’Homme qui Marche” de Giacometti fuga al centro de la abstracción, su aspecto es el de una espiga gigantesca, el de un faro escuálido, elevado como el pensamiento vertical, o el de un risco estrecho y alto que desafía a nuestros hábitos. No me resisto a añadir que esa zancada suya consigue arrastrarnos al silencio, más bien diría que al rumor de un trigal solitario por donde las palabras de los personajes velazqueños se bifurcan, sesgadas,  al toparse con esos esqueléticos miembros de bronce. Nada que podamos transcribir con exactitud; así son los rumores.

Dos lienzos más allá, a la derecha de “Las Meninas”, el extraordinario retrato que  Velázquez hizo del escultor Juan Martínez Montañés no deja de llamar mi atención: aún de lejos posee la fuerza cautivadora de las luminarias, será casualidad que quien recibió el apodo de “el dios de la madera” aparezca como punto de fuga en la fotografía de la muestra que obra en mi poder. Sí, es al espigado hombre de Giacometti a quien observa el divino Montañés, tal vez cuestionándose cosas que el tiempo desdeña sin que sepamos con seguridad por qué, ni para qué.

Si al encabezar estas líneas me he permitido variar el título de la escultura más célebre del artista suizo, se lo debo en gran medida a la genialidad de una melodía de esas que sí son audibles a ciencia cierta, un venteo que se  deja oír por cualquier  infierno distinguido con la sospecha de que los dioses lo iluminan. Podría haber elegido otras variantes: el hombre que avanza, el hombre que duda, el hombre que piensa, etc., pero desde la distancia y ante la imposibilidad de haber acudido al encuentro de aquél con Velázquez, preferí hurgar en los sagrados pensamientos de J.S. Bach y en su inexplicablemente hermoso, raro e inacabado “Arte de la Fuga”, como telón de cierre al misterioso evento que, según parece, tuvo lugar en el corazón del Museo del Prado.