Esperaba allí sentada en aquella larga galería, atenta a la megafonía, llevando la mirada sin fijarla en nada concreto, en nadie en particular.
Es extraño esperar, aguardar en aparente calma física, bajo esos ventanales que muestran el sol, la luz, un calor engañoso porque no es real, no puede, no entra en esta ala.
Enormes cristaleras de panorámicas ventanales, entre edificios intercalados por jardines xerófitos, sobre tejados asfaltados con chinarros blanqueados al sol y efímera vegetación...
Espacios abiertos sutilmente cerrados permanentemente, completamente herméticos, evitando los pensamientos inverosímiles de las mentes humanas inquietas o desesperadas.
De nuevo un haz de brisa helada reactivada brota con fuerza de las rejillas del techo, de ese aire acondicionado centralizado, un aire gélido que te hace perder la noción de la estación en la que realmente estamos, cuando andamos encerrados sin tiempo, porque siempre hace frío.
Salpicadas en el pasillo hay islotes verde agua, asientos anclados al suelo en hileras de dos, tres o cuatro, tal como dice la etiqueta que leo con el emblema de su propietario, ergonómicos, carcasa de polipropileno de alta resistencia y refuerzo superior... La etiqueta, no sé si son cómodos o no estos asientos islotes, simplemente usan un lenguaje técnico, acorde al contexto y el momento.
Suena la megafonía, el sonido bronco previo a la voz humana, escucho atenta... ¡No, no es para mí, suspiro!... Consulto el reloj que avanza sin prisa. Me espero mientras recalculo la posición de mi cuerpo en el asiento que ocupo y mi mirada se centra en el vacío, hasta que lo nombren.
El suelo brilla en toda su superficie, perfectamente pulimentado, ideal para deslizarse como un niño en una pista de patinaje, su tonalidad se vuelve grisácea cuando las persianas bajan hasta media altura, activadas por algún artilugio robótico oculto a nuestras miradas, proyectando una semisombra sobre los pasillos que ocupamos en este mediodía.
Suena de nuevo la megafonía, esta vez sí es para mí. No me llaman exactamente a mí, pero yo represento a mi familiar en este desasosegado lugar, soy su acompañante, su vínculo afectivo, su responsable y cuidador.
Mientras hablamos el médico y yo, un profesional serio, correcto, frío y educadamente distante, tal como aconseja el protocolo sanitario en estos casos, me dice en pocas palabras el resultado, vocablos que escuchas y tardas a veces en procesar, porque los sentimientos humanos en cuestiones de salud se entrecruzan entre lo que es y lo que deseamos oír, más que escuchar. ¡Nos despedimos con un solemne gracias!.
Con lentitud y con nervios a la vez, aguardo, hasta que me permiten entrar en la habitación, ver a nuestro ser querido en una cama, cableado, medio adormilado y con ojos que preguntan, mientras su garganta medio reseca le impide hablar con fluidez, lo saludas, le respondes, lo tocas porque el contacto humano siempre fortalece los vínculos con nuestros seres queridos.
El sueño lo adormece. Prefieres ver su descanso. Tú aunque estés cansado/a permaneces allí, vigilando su sueño, atendiendo el teléfono vibrante, saliéndote al pasillo esporádicamente, mediando con la familia, atendiendo al personal sanitario, agradeciendo sus idas y venidas, su supervisión y trabajo. La enfermedad siempre nos despierta inseguridades y miedos de diferente índole.
Las charlas con el médico se repiten una o varias veces hasta que llega el momento de volver a casa. Recoges los informes, pides citas en diferentes ventanillas del hospital, entregas papeles en gestoría del usuario, solicitas justificantes mientras vas y vienes por este laberíntico espacio con renovada energía y piensas: ¡Cuánto hemos cambiado!... ¿En qué momento crucé la línea e intercambiamos los papeles?...
Mi padre o mi madre, se hace mayor, envejecen, ley de vida y lección de responsabilidad... Un intercambio de roles generacional... Nuevas etapas vitales, con momentos agridulces o no, que habrá que ir encajando cuando asomen en nuestra agenda de nuevas tareas diarias, sin olvidar la parte humana, las emociones, los deseos, las voluntades y sentimientos de nuestros mayores dependientes, porque nosotros por ley de vida maduramos para hacernos también mayores.