Tendría unos 5 años y me comportaba como un terrible salvaje durante aquel verano del 68.
En el cancel de la puerta me esperaba mi madre con cara de que me iba a enterar de lo que valía un peine.
Por mi insistencia para poder salir de casa consintió, la pobrecilla, mandarme a por leche a casa de Sebastiana; por aquel entonces se vendía la leche en las casas particulares de quienes se dedicaban a la cría de vacas, así que yo fui solo con mi lechera de aluminio y lo que tenía que hacer es lo que siempre había visto hacer a mi madre cuando yo la acompañaba a las compras, que antes se decía a hacer mandados. Ni siquiera pagaba, Sebastiana se lo apuntaba y ya se lo pagaría al día siguiente mi madre.
La lechería estaba a unos cien metros escasos de mi casa, así que tenía unos doscientos metros de libertad y unos minutos que debía aprovechar al máximo.
No era normal que un chiquillo tan pequeño fuera de compras solo, pero yo apuntaba maneras… Me saludaban los vecinos al verme solo calle abajo. ¿Qué vas solo a por la leche? O, ¿dónde vas solo? Eran las preguntas de rigor, a las que yo contestaba: sí, ya lo veis. Eso para sustituir educadamente a lo que verdaderamente se me pasaba por la cabeza, que no era otra cosa que contestarles: ¡y a ustedes que os importa dónde yo vaya!
Con tan solo un pantaloncillo corto y unas chanclas como vestimenta empezaba mi tiempo de libertad, sumido en una calor propia del mes de agosto. Antes de llegar a la lechería me pasaba de refilón por la puerta de Manolo, el panadero, al que llamaban Zoilo, sin entender yo si ese gentil hombre se llamaba de verdad Manolo o Zoilo, lo que sí tenía claro es que su mujer era Sierrita, la del horno. Pues bien, remoloneaba por la puerta a ver si Manolo me veía y me llamaba para regalarme un ocho, que es lo que ocurría muchas veces cuando iba con mi madre. Efectivamente me vio, y fue Sierrita la que me lo regaló tras darme un cariñoso beso. Esos ochos eran grandes, no lo que se vende ahora, y eran caseros, jamás he probado picos tan ricos como los de aquella panadería.
Y comiéndome mi ocho seguía calle abajo, bajo la atenta mirada de Modesto que acababa de salir de su casa con varias botellas de refrescos ‘La Pitusa’ para venderlas en su tienda de comestibles, y con él Lola, su mujer, que sonrientes miraron enfrente a Tiburcio, un joven de semblante franco, que contestó a sus miradas gesticulando con una subida de hombros, como diciendo de mí ¡menudo elemento!
Un poco más abajo me crucé con alguno de los hermanos, Carlos o José Juan, que solían jugar en el portal de su casa que permanecía fresco, y con los que mantuve una breve e intrascendente conversación de chiquillos.
Una vez en la lechería, la oronda Sebastiana cogía su cántaro de leche recién salida de las ubres de la vaca y la vertía con pericia en una especie de taza de latón que le servía de medidor, y de allí a mi lechera de no más de litro y medio de cabida. Ella misma la tapó, con su tapadera también de aluminio, y se despidió de mí sin antes decirme que tuviera mucho cuidado no la fuera a derramar por ahí. Yo le daba las gracias, sin dejar de pensar que si me consideraba tonto.
Me quedaba el camino de vuelta, mis otros cien metros antes de que me tuviera que meter en casa a inventarme algo que hacer para pasar el tórrido día de verano. Aunque el plan de poner un barreño en el patio y meterme para refrescarme ya estaba en mi mente. En principio tendría que compartirlo con mi hermana, pero ella se entretenía con las muñecas y las casitas y seguramente no quisiera bañarse. Curiosamente aquel juego sigue hoy en su vida, teniendo en su casa la exposición más valiosa de casas de muñecas que puede haber en muchísimos kilómetros a la redonda, con miniaturas de un valor incalculable. Pero esto es otra historia…
La vuelta a casa intentaba que durara lo más posible, entreteniéndome todo lo que podía con cualquier cosa que sucediese a mi alrededor. Con la descarga de cualquier carromato, o pasándome por la sastrería del ‘compae’ Enrique, donde mi llegada era motivo de jolgorio entre las modistas que allí trabajaban. Su mujer, Angelita me cogía y me achuchaba con tanta energía que casi me aplastaba, y luego sus hijas Carmen e Isabel hacían lo propio. Recuerdo que también Encarna elogiaba mi desparpajo y parecía que entre todas ellas me rifaban para darme su cariño, riéndose clamorosamente de mis ocurrencias y de mi piquito de oro. En el fondo me gustaba tanto achuchón, y aún hoy esa familia que emigró a Málaga, por fortuna, sigue presente en mi vida.
La salida de la sastrería era un chute de adrenalina, tan contento iba que se me ocurrió balancear la lechera de un lado a otro, y viendo que el líquido no se derramaba me atreví a darle el giro completo de 360º. Tenía miedo y a la vez me divertía, y vi que no sé por qué la leche no se derramó nada en absoluto. Fue con el tiempo, que en clase de física descubría el porqué de aquel milagro. Pero cuando más confiado estaba en mi malabarismo, y después de ir repitiéndolo mientras andaba, fue cuando al bajar el escalón de la acera la lechera chocó estrepitosamente con el bordillo y tras saltar la tapadera, la leche se desparramó por toda la calzada calle abajo.
Llorando terminó mi aventura, y en brazos de Carmen, que salió de la sastrería al oír el fuerte golpe. Gracias a ella mi madre, puro nervio, que me vigilaba sin yo saberlo desde la puerta de la casa, no me dio una buena paliza, sin duda merecida. Ese día terminé en casa de Enrique comiendo y echando la tarde de verano.