Era el día de la Asunción de la Virgen. Se aumentaban en un 5% las tarifas eléctricas. Irlanda del Norte estaba al borde de la guerra civil. El “caso MATESA” ardía por los cuatro costados y se detenían a los principales directivos de la firma. Se declaraba un voraz incendio forestal en Alaska con la destrucción de 20.000 hectáreas de terreno y varias casas. La violencia delictiva en los Estados Unidos aumentaba de manera alarmante, expresando su gran preocupación el director del F.B.I. J. Edgard Hoover.
Continuaba la lucha entre rusos y chinos, con la concentración por parte de ambos de gran cantidad de soldados y material para una guerra en mayor escala y enviando, al parecer, los soviets al lugar del conflicto bombas atómicas. Se reunía de urgencia el Consejo de Seguridad sobre Oriente Medio. Fuerzas egipcias atacaban a los israelitas en Suez. Buenos Aires sufría un atentado terrorista. El ejército y las milicias checas estaban en estado de alerta… Todo esto y otras muchas cosas venían escritas en el viejo “Odiel” del 15 de agosto de 1969. Ya ven, una alegría. Claro que, el panorama actual es aún más desolador.
Pero bueno, lo cierto es que allí estábamos: con una tienda de campaña del ejército, una mochila del ejército y ropa de faena del ejército. “Haz el amor y no la guerra”. Que cuando Jimi Hendrix descargó el himno nacional de los americanos (la “Fender” parecía que le iba a explotar) hubo un levantamiento general en las praderas de Woodstock cuyos ecos, después de cincuenta años, todavía resuenan por el asfalto de todas las ciudades del mundo mundial.
¿Qué clase de poder se estableció en aquella inmensa granja durante tres días en los que convivieron medio millón de personas? La respuesta está en el viento. Y el viento dice que la conjunción de la música, del amor y de la paz es la mejor de las armas de construcción masiva. Pues un mensaje claro de hermandad dominaba el evento: “You’ve got a friend” (Has conseguido un amigo)
Crosby, Stills y Nash (y el escurridizo Young) tomaron la alternativa y dejaron boquiabiertos a más de uno con sus impresionantes cruces vocales. Fue la carrera de dedos sobre los trastes más rápida que yo haya presenciado nunca, la de Alvin Lee (Ten Years After) con “I’m goin home”. Magnetizaban los espasmos de Joe Cocker. Los Grateful Dead pusieron la contracultura en el escenario, mientras Jefferson Airplane se confabulaban bajo las torretas de los gigantescos bafles.
Pete Townshend enloquecía a base de brincos y molinillos: los Who se autodestruían. Carlos Santana desplegaba los sentimientos del latino libre en la compañía de un montón de tambores. Observaba con semblante de satisfacción Melanie, medio escondida tras los “Marshall” de la parte izquierda. Richie Havens rompió todas las púas que poseía. La musa del “folk”, Joan Baez, se bajó de un helicóptero y con la luna brillándole por detrás desgranó un rosario de belleza sonora. A Janis Joplin me la encontré sorteando hippies, con sus gafas de sol redondas, camino de un atormentado “Cry baby”…
De todo aquello, aparte la música y el nirvana, lo que me queda es una hermosa cicatriz en la rodilla izquierda, fruto del intento que hice para colarme por encima de las alambradas que se estaban cayendo. Y es que, como buen caballero español, y antes de que los alambres me tocaran, le cedí el paso a Marianne Faithful, hija de una baronesa y con quien por aquellas fechas mantenía un apasionado romance.
(En el 50 aniversario del más grandioso festival de música que se haya hecho nunca: Woodstock 69)