Julián Valle Rivas
Tendemos a identificar el cine asiático con el kung-fu —«mi kung-fu es mejor que tu kung-fu»—, con Jackie Chan, con el manga, con el anime o con el plúmbeo de Akira Kurosawa, que ya hay que estar aburrido para tragarse las dos horas y media de «Ran». Asia nos ofrece, empero, sorprendentes y variadas posibilidades, en cuanto al séptimo arte se refiere.
Muy lejos de aquellos planos sin encuadre, ángulos cortados y gestos de estreñimiento por el dolor del golpe de las clásicas películas de artes marciales, he descubierto en los últimos tiempos un cine cuidado y serio. La calidad en la dirección no conoce de obstáculos ni estrecheces, rodando escenas con planos de extrema dificultad, moviendo la cámara con habilidad e ingenio y superando los ortodoxos puntos de vista impuestos por las escuelas europea y estadounidense —sin mencionar los abusos del «bullet time», tan de moda—. Los guiones plantean historias complejas e imaginativas, aunque trasladadas a un contexto real y cotidiano. Historias comunes elevadas a marcos de expectación ansiosa, perfiladas con una dosis de violencia propia de la condición humana. Diálogos perfectamente estructurados, bandas sonoras notables encajadas en el metraje con acierto y esmero e interpretaciones de impecable naturalidad, en las cuales la fusión entre actor y personaje es visceral, borrando el riesgo de duplicidad de caracteres, completan el cuadro de obras brillantes, dignas de ser comparadas con cualquier producto cinematográfico occidental, pudiendo superarlo sin complejos.
No obstante, su participación en el mercado de distribución no es equiparable. Aquí juegan en desventaja. Las producciones asiáticas llegan a Europa a través de las selecciones para festivales internacionales, algunos de escasa repercusión mediática, y muchos distanciados de la temática. Sólo cuando el triunfo es considerable, obtienen el doblaje y la licencia de estreno en salas de proyección.
En España, las puertas de entrada suelen encontrarlas en los festivales de Sitges o San Sebastián. Es el caso de «Old boy» —película de culto por excelencia— o «Crónica de un asesino en serie», ambas de origen surcoreano. País que aporta el mayor número de títulos, todos de una gran calidad. «The chaser», «The yellow sea», «A bittersweet life», «Joint Security Area (JSA)», «Mother», «El bueno, el malo y el raro», «El hombre sin pasado» —trabajos, éste y el anterior, con meritorios detalles de dirección y desplazamiento de cámara— o la magistral «Encontré al diablo», donde se roza la perfección en los aspectos técnicos y artísticos, son películas de referencia para aproximarse al actual cine procedente de Corea del Sur.
(Kim Jee-woon, director de tres de los títulos citados, prueba suerte en Hollywood con «The Last Stand», protagonizada por Arnold Schwarzenegger y Eduardo Noriega.)
De Hong Kong señalaré «Ip Man», acaso la mejor película de artes marciales en estado puro que haya visto. Narra una primera etapa en la vida del maestro y mentor de Bruce Lee. En su contra, las altas dosis de adoctrinamiento y ensalzamiento del régimen chino, hasta el punto de tergiversar un tanto datos históricos; pese a lo cual, es un destacable exponente del género. También hongkonesa es «Juego sucio», versionada por Martin Scorsese en 2006 con «Infiltrados». La original adolece de ciertas carencias de guion pulidas por William Monahan, gracias a un aumento de minutos en el metraje.
«13 asesinos» es una película japonesa de altísimo nivel, una película de honor y sacrificio, de principios y códigos, de auténticos samuráis dispuestos a ofrecer su vida por una causa, su primer precepto: la protección de los más débiles e indefensos frente a un poder corrupto y vil. Valores apenas apreciados en nuestros días. Y me abstengo de entrar en los elementos técnicos, artísticos y de realización, por no alargar demasiado el texto.
Manteniéndome en territorio insular, salto hacia Indonesia sin resistirme a incluir «Redada asesina». Una historia poco original y sin alardes de encumbramiento, pero no sería justo excluirla del listado, dado el importante lucimiento en la dirección de Gareth Evans, un realizador y guionista galés, paradójicamente, conocido por llevar el pencak silat, el arte marcial indonesio, al cine.
En lo que a China atañe, su condición de acreedor mundial facilita la difusión de sus producciones cinematográficas, practicando la hipocresía de su particular «comunismo capitalista»: trabas por doquier para la reproducción de películas occidentales —occidente capitalista, se entiende; estadounidense, entendiéndose correctamente— y fomento de la distribución de las nacionales, aprovechando la posición privilegiada. Por ello, sus superproducciones se colocan en las carteleras con regularidad; lo cual no me impide añadir un interesante drama como es «Sunflower».
Los asiáticos han entrado con fuerza en el espacio cinematográfico del siglo XXI; salvedades aparte, al margen de toda pretensión propagandística. Únicamente, por amor a este arte.
Julián Valle Rivas.
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